El último perro sobre la faz de la Tierra



Por Luis Landeira Caro





El último perro sobre la faz de la Tierra se rasca el costado con una pata de atrás. Hacía mucho tiempo que no tenía pulgas, pero desde que explotó la Gran Bomba ya nadie le da friegas de insecticida, y su cuerpo es un microcosmos habitado por una legión de parásitos que vampirizan su pelaje, como antaño hicieron los hombres con el mundo ya despiojado por la radiación.

El último perro sobre la faz de la Tierra no tiene casa. La dejó atrás cuando sus amos murieron y tuvo que huir en busca de comida. Ahora es un perro errante, un peregrino postapocalíptico, un vagabundo terminal.

El último perro sobre la faz de la Tierra no sabe nada. Ni los motivos de la Gran Guerra, ni el arma que fue utilizada, ni quién apretó el botón, ni los Superiores Desconocidos que planearon la catástrofe. En realidad, sabe tan poco como todos esos humanos que se creían tan listos opinando en internet y que ahora son polvo gris.






El último perro sobre la faz de la Tierra está solo. Nunca ha habido nadie tan solo en el mundo. Un mundo desertizado por la radiación donde se han muerto todos los humanos y todas las mascotas. Todas menos él.

El último perro sobre la faz de la Tierra caga donde le da la gana. Involuntariamente, abona la tierra radioactiva con su seco excremento. Porque ya no quedan hombres que recojan sus zurullos con una bolsita de plástico, ni policías que pongan multas a quien no lo haga, ni viandantes que blasfemen al pisar una mierda.

El último perro sobre la faz de la Tierra se aburre. No hay otros perros para intercambiar ladridos, ni humanos que le acaricien el lomo y le tiren pelotitas de goma para que las traiga de vuelta. Ahora, el día es eterno y la noche es negra.






El último perro sobre la faz de la tierra tiene hambre. Nadie le abre latas de comida para perros, ni le arroja las deliciosas sobras del almuerzo humano, ni le mete azucarillos en la boca. Ahora se ve obligado a cazar, a devorar, a imitar al Superhombre de los perros, que es el lobo. Pero esta imitación es grotesca y patética: solo caza ratones y otras alimañas de pequeño tamaño y escasa chicha.

El último perro sobre la faz de la Tierra está cachondo. Su pene largo y fino está duro cual varilla de madera. Como ya no hay perras en celo ni piernas de mujeres, se alivia arrimando la cebolleta a un osito de peluche que algún niño dejó tirado entre los escombros de un descampado.

El último perro sobre la faz de la Tierra va completamente a la deriva. Solo sigue su instinto, que le dice que en un mundo en ruinas no conviene echar raíces. Lo suyo es seguir adelante, seguir el camino del sol y el curso de los ríos, donde siempre hay agua para remojar el gaznate, aunque sea agua envenenada por los copos incandescentes que caen del cielo como chinazos de un inmenso porro.






El último perro sobre la faz de la Tierra está calvo. La lluvia negra ha hecho estragos en su cuero cabelludo y entre las orejas le asoma la tapa de los sesos. También su rabo se le ha pelado y ya es solo un hueso vivaracho y goteante. En cuanto a su pelaje, es negruzco, pajizo y escaso como el de un tiñoso.

El último perro sobre la faz de la Tierra está cojo. Se torció la pata izquierda al saltar por la ventana de la casa donde sus amos lo abandonaron cuando partieron hacia el refugio atómico. “Sería una boca más”, razonó el cabeza de familia poco antes de encerrarse en el sótano aislado y morir carbonizado junto a sus seres queridos.

El último perro sobre la faz de la Tierra tiene sueño. Mas no pegará ojo hasta que no encuentre un lugar cálido y seguro, a salvo de las criaturas mutantes que pueblan este mundo de pesadilla. No es consciente que la paz ya no existe ni en las tripas de la tierra, preñadas de topos gigantes, inmensas lombrices y otros espantos.






El último perro sobre la faz de la Tierra está enfermo. Tiene tos de perro, está ciego de un ojo, respira mal. Pero ya no hay veterinarios que puedan ponerle inyecciones placebo para que crea sentirse mejor.

El último perro sobre la faz de la Tierra está triste. Porque tenía muchas cosas que perder y las ha perdido todas. No se da cuenta de que no debería estar triste, porque ya no tiene nada que perder salvo la vida. Y la muerte siempre es una puerta al paraíso.

El último perro sobre la faz de la Tierra es libre. Pero tiene alma de esclavo y daría los pocos dientes que le quedan a cambio de un amo, por tirano y cruel que fuera, que le pusiera una correa y lo sacara a pasear.






El último perro sobre la faz de la Tierra está asustado. Él, que no era más que una mascota, casi un juguete, se ve ahora obligado a sobrevivir en un mundo salvaje e inhóspito, en las antípodas de la sobreprotectora civilización humana.

El último perro sobre la faz de la Tierra está flaco. Poca comida, mucho ejercicio y esa lluvia ácida que le carcome la carne. Aún así, es un bocado de lo más apetitoso para los insectos gigantes que dominan ahora el planeta podrido.

El último perro sobre la faz de la Tierra está muerto. Una libélula mutante del tamaño de una avioneta lo ha cazado y se lo zampa de un bocado, provocando sin saberlo la extinción absoluta de toda una subespecie animal.

Ya no hay ningún perro sobre la faz de la Tierra.