Embassy, un combinado de sofisticación, espionaje y
fuga
Por Esther Peñas
En una de las zonas
más nobles de Madrid, recién estrenada la II República, una inglesa empecinada
en que la hora del te arraigase en un país de copa y puro abrió uno de los negocios
con más solera e historia en su trastienda: Embassy.
Situado en el Paseo de
la Castellana, número 12, semiesquina con Ayala, su decoración destacaba –en
contraste con lo opulento de la clientela- por lo austero y minimalista, en la
que reinaba esa combinación cromática inalterable y calvinista: blanco, negro y
gris mate.
Margarita Kearney
Taylor se había trasladado de París a Madrid, y la ausencia de un salón de te
en la capital española le resulto insoportable. Como directiva de la General
Motors, convenció a algunos de sus jefes para que invirtieran capital en su
idea. Ella se encargó de conseguir los permisos necesarios. Haber estado casada
con un magnate multimillonario surte de toda suerte de amistades. Y visión de
negocio no le faltaba, ya que el local se inauguró en el epicentro de donde se
ubicaban las principales embajadas europeas, más propensas a lo civilizado del
té que a lo tosco de la cazalla.
Las dieciséis mesas
con las que contaba el local no tardaron en convertirse en un lugar privilegiado.
Las más de las veces, convenía reservar para no sufrir la humillación de salir
sin haber merendado. La clientela, vestida con un discreto Pertegaz o un diseño
exquisito de Balenciaga, no se había replegado ni siquiera durante los años de
contienda. De posibles, pero leales como el que más.
Sin embargo, a finales
de la década de los años treinta, con el mundo atenazado ante una tragedia
inminente, en las principales ciudades europeas se tejió un tupido entramado de
espionaje y contraespionaje. Madrid no fue menos. Había foros para comprar,
vender y desembarazarse de informaciones. El Hotel Ritz era uno de ellos.
Chicote, a veces. El restaurante Horcher, sin duda. Y Embassy, quizás el más importante de todos.
Salvoconducto
a la vida
Pero el local estaba
llamado a más nobles fines que el de ser mentidero, por exquisito que
resultase. Durante la II Guerra Mundial, Margarita Taylor lo convirtió en uno
de los principales centros de rescate en España para quienes la atravesaban
clandestinamente. Judíos, homosexuales, comunistas, refugiados de campos de
exterminio encontraban en Embassy un
lugar más o menos seguro donde esperar a que zarpase su barco o su avión hacia
países en los que su vida no corriese peligro.
Taylor consideró que
el público sería el mejor garante en caso de ser descubiertos. Así que sus
colaboradores se mezclaban entre aquella clientela, la más sofisticada del
momento, tomando un té o apoyados en la barra, saboreando un Tío Pepe, mientras
los hombres vestían un elegante tweed
de Flora Villareal o Asunción Bastida, conjuntado con unos finos guantes de wolscalf y exclusivos zapatos de los
‘Pequeños Suizos’.
A una señal de Taylor,
sus secuaces –los buenos, los que también se jugaron la vida- salían del local
y acudían a la puerta de servicio, por donde se descargaba el género, el
avituallamiento. El maletero del coche que aparcaba allí, el furgón que,
intempestivo, varaba allí siempre alojaba un polizón. O varios.
Pasaban, con toda la
discreción y rapidez de que eran capaces, al sótano de Embassy. Allí esperaban. Mientras, se les ofrecía ropa, comida,
tabaco y algo de conversación. Poca, porque por lo general el idioma no
acompañaba. Por fortuna, la solidaridad no entiende de lenguas. Sí de gestos.
El brazo derecho de Taylor
fue el doctor Eduardo Martínez Alonso, el primer cirujano torácico que operó el
cáncer de pulmón en España, a finales de los años cuarenta. Lo llamaron, mucho
después, el ‘Schindler español’.
Trabajaba como médico de
Cruz Roja. Le asignaron visitar la penitenciaria.
Otros prefieren denominarla campo de concentración- de Miranda de Ebro,
donde el Gobierno de Franco alojaba a quienes llegaban a España de manera
ilegal, huyendo del III Reich. Martínez Alonso decide que tiene que hacer algo
por aquellos hombres y mujeres, cuyo único delito era ser distintos.
Junto a él, Allan
Hillgarth, primer oficial de la inteligencia británica en nuestro país;
Elisabetrh y Michael Creswell, responsable del MI9, el Servicio de Escape y
Evasión; el veterano brigadier Torr y un puñado de diplomáticos. Casi cualquier
era bienvenido. Así, al menos, se repartía el peligro. Se hacía más ligero.
No convenía que los
refugiados estuviesen muchos días en el sótano de Embassy, así que Martínez Alonso diseñó dos rutas que utilizaba
para sacar del país a los desterrados civiles. Una, evacuarlos hasta la casa
familiar de que disponía él y su mujer, Ramona de Vicente, en Redondela,
Pontevedra. Allí los expedían certificados médicos falsos para que sirvieran de
salvoconductos en caso de ser detenidos. Por cierto, ‘pretuberculosis’ era su
diagnóstico favorito.
Para emplear una
segunda ruta, Martínez Alonso tuvo que convencer al fraile capuchino que había
sido su capellán durante la Guerra Civil. Del bando sublevado, pero cristiano
viejo. Sabiendo que tenían, en zonas aledañas a los Pirineos, varios conventos
recónditos e intocables para las autoridades nacionales, le pidió que sirvieran
de enlace en los traspasos humanitarios. Accedió, comprometiendo al resto de
sus hermanos.
Se calcula que
alrededor de 30.000 personas se alojaron en el sótano de Embassy en aquellos años. Salvadas. La guasa es que Alemania tenía
su embajada casi enfrente, en el Paseo de la Castellana, 5, y no era insólito
que sus funcionarios y sus agentes –algunos, siquiera por probabilidad, de la
Gestapo- entraran y salieran por su puerta giratoria.
Silencio absoluto
Una vez firmada la paz
que cerró –al menos sobre el papel- la contienda mundial, a Martínez Alonso se
le concedió en Madrid, en 1959, la Gran Cruz de Oro al Mérito, otorgada por el
gobierno polaco en el exilio londinense. Pero fue un reconocimiento tan
discreto como discreta su labor en el sótano de Embassy.
Taylor, que recibió
del Gobierno español la Medalla al Mérito Turístico, también asume la sombra.
Nadie sabe que es una heroína. Nadie sospecha que quien regenta Embassy se haya jugado tantas veces la
vida. Tal vez se comprometieron a guardar silencio. Por miedo a represalias o
por humildad. En cualquier caso, no por cobardía. Ni siquiera sus descendientes
supieron de su boca la verdad.
En 1975, Taylor decide
vender el local a unos amigos suyos, aunque se mantiene como accionista. Muere
en la década de los ochenta, y está enterrada en el cementerio británico de
Madrid. Al cambiar de manos, se amplía el local con la compra de un pub inglés aledaño. La obra convirtió el
antiguo salón de té en la actual pastelería y tienda delicatessen, mientras que la ampliación albergó el nuevo salón de
té y el bar adyacente. La adquisición de una vivienda en el piso superior
permitió acondicionar un restaurante.
Los meses de calor despliega una coqueta y recataba terraza. Se recomienda, si
quieren hacer parada en ella, que prueben el cocktail de champagne. Ojo, es caro. Muy caro. Pero no cualquier
terraza puede presumir de la historia de Embassy.
Además, surte a las autoridades británicas que llegan a Madrid, de los típicos
‘scones’. Para que se sientan como en casa.
Taylor Dispuso en su
testamento que si su hija moría sin descendencia, como así ocurrió, sus
empleados heredarían el segundo piso del Paseo de la Castellana 12. Ese hogar
donde madre e hija habían vivido tan felices y que tantos secretos escondía
pasó finalmente a manos de sus trabajadores, que degustaron, golosos, ese
inesperado pastel.
Pero tampoco se
olieron nada. La otra cara de su patrona. Habría que esperar a 1986, a la
muerte de Martínez Alonso y su mujer, cuando su hija, Patricia Martínez de
Vicente, decide desmantelar la casa en
la que vivían, ubicada en el barrio de Chamberí. Es
entonces cuando se descubre un extraño diario codificado.
Tras años de
investigación, ese diario, multitud de informes desclasificados, apuntes
paternos y diferentes testimonios recogidos, han permitido a Patricia reconstruir
la historia de su padre, unida indisolublemente a la de otra mujer, que no la
suya, Margarita Taylor.