Los
días y las noches se suceden, implacables, siguiendo el circadiano ciclo que
nos impone vivir en astros que giran y giran y giran por fuerzas gravitatorias
entorno a estrellas, y sobre sí mismos, dando lugar a ese manto de oscuridad
que llega a la oración, a esos Good Day Sunshine! que pregonaran Los
Beatles, a esos inviernos que vienen desde las tierras salvajes y a ese verano
que, implacable, nos asa en nuestro propios jugos en los días corrientes en
esta actualización shadowliner.
Entre una cosa y otra, entre el día y la noche, la evolución ha llevado a
nuestra ruin especie a tener que descansar, y aprovechar cuando no se ve un
pijo, para hacerlo. Dormir, evidentemente no es un invento humano, pues los
primeros bichos que penetraron en los brazos de un ancestral Morfeo
primordial, más cercano al gran Cthulhu que a
cualquier dios heleno, parece ser que fueron los peces, que llevan en los mares
desde el lejano Paleozoico. Con sus indudables diferencias, claro. Se quedan
como tontos —más aún de lo que parecen—, quietos, pero poco, porque si no no les entra agua por las branquias (bajo el agua, valga la
redundancia paralítica permanente). Y así sucesivamente, como decía aquel niño
al que le preguntaron la tabla del cuatro y dijo cuatro por uno y así
sucesivamente. Pez, anfibio, reptil, reptil mamiferoide,
mamífero menuillo, primate y homínido. Todos descansan, y algunos de ellos
hibernan o estivan, según sus necesidades vitales. Yo pido desde aquí que la
estivación en los humanos, al menos en nuestras latitudes sea un derecho
inalienable, como lo son el derecho a opinar de lo que no se sabe y el derecho
a la queja destructiva.
Indefectiblemente, para el humano, al igual que para otros mamíferos, dormir
conlleva soñar. Definir lo que es el sueño en sí es bastante difícil. Como
siempre me voy al diccionario de los doctos rancios a ver qué me dicen.
sueño
Del lat. somnus.
1. m. Acto de dormir.
2. m. Gana de dormir. Tengo sueño.
3. m. Acto de representarse en la fantasía de alguien, mientras duerme, sucesos
o imágenes.
4. m. Sucesos o imágenes que se representan en la fantasía de alguien mientras
duerme.
5. m. Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto,
deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse.
6. m. Cierto baile licencioso del siglo XVIII.
7. m. Bot. Posición que adoptan las hojas, folíolos,
pétalos, etc., de una planta, en relación con las alternativas de día y noche,
o con luz y calor muy intensos.
O
sea, como casi siempre, el Real Diccionario no nos explica que es soñar.
Bueno, sí lo hace, pero de una forma tan somera que cualquiera puede
explicarlo. Fija, pule y da esplendor, pero es parco en palabras, no se moja
como antaño vayan que le hagan un escrache. Acaso le estoy pidiendo demasiado
al Buscón de la RAE. Quizás. Aunque lo de baile licencioso me ha
arrobado. ¡Qué pícaros nuestros ancestros!
Para mí soñar es esa fantasía de la que habla mientras duermo, claro, pero
tiene una función que no llego a comprender. O sea, el sueño —y de esto es lo
que va este escrito— no tiene nada que ver con lo que se desea. El sueño, por
así decirlo, va por libre. Las causas más sesudas de por qué soñamos son
variopintas según escuelas y estudioso pero básicamente se nos dice que es una
función importante que cumple nuestro cerebro durante el sueño es la de
desechar y seleccionar los recuerdos —¿será una
especie de desfragmentación neuronal?—. Cuando soñamos, nuestro cerebro intenta
solucionar los problemas que nos ocupan durante el día —o eso pone donde lo he
mirado—. Es un resumen así, a lo tonto, de lo que he leído en un rato sobre el
tema. Pienso que, en verdad, es un reciclaje de movidas de la quijotera, y que en ocasiones, en contadísimas ocasiones
solucionan problema alguno en nuestra vida vigil: las
míticas serendipias oníricas, que haberlas haylas. No les pongo ejemplos porque ahora no me viene a la
cabeza ninguno. Pero hay gente que estaba buscando soluciones y halló la
respuesta con la cabeza en la almohada. Aparte de eso, los sueños condicionan
la vida de una forma más extraña. Al menos en mi caso y en los de mis allegados
más tendente a las aventuras oníricas. Dicho de otro modo, nos joden el día.
Casi nunca lo alegran.
Desde antiguo se le han dado al sueño significados muy diversos. Primeros
mágicos, míticos, como José con el Faraón, las vacas gordas y flacas, o
aquellos oráculos que a base de plantas “medicinales” en forma de humos leían
en sus sueños narcóticos el futuro de los imperios o si tu rebaño iba a dar
muchas crías, dependiendo del cliente. Después, con cierta base empírica, como
lo hizo Freud. Digo cierta base sí, porque el muestreo del estudio eran
sujetos de las clases altas de Viena de principios de siglo. Siglo XX, claro.
Imagínense. Austriacos soñando. El famoso psicoanalista dictaminó que nuestros
sueños era lo que deseábamos. Yo leí en mi época de joven estudiante —como
tantos otros— sus libros sobre los significados de sus sueños. Nunca los creí
demasiado, pero eran bastante entretenidos. Al menos él sí se basaba en sus
pacientes, no como las pseudociencias que después han
proliferado. Magufos que intentan sacar tajada de los
incautos. El significado de los sueños seguirá siendo un enigma durante mucho
tiempo, me temo. O nunca lo sabremos. De lo que estoy seguro es que lo que
sueño —aunque mi sueño, nuestros sueños quizás desvelen algo sobre quienes
somos —, NO ES LO QUE DESEO.
Ni yo ni nadie, cabría añadir. Cuando alguien consigue algo que deseaba y
anhelaba es muy corriente el cursi que apostilla: sus sueños se han hecho
realidad. Una concreción tal no es posible. Soñamos cosas, situaciones y
aventuras carentes de toda lógica, que subvierten las leyes que rigen el
COSMOS… y van y se hacen realidad ¿no? ¡Qué terror! Se puede hacer realidad
aprobar unas oposiciones o casarse de blanco en la iglesia de su barrio, pero
que lo que soñemos se haga realidad… no creo que eso ocurra jamás. Confundir
sueño y deseo es algo que el onironauta no se puede
permitir. Los que disfrutamos del sueño, los que lo sufrimos, los que tenemos
percepciones de la vida condicionadas por lo que hemos soñado no podemos dejar
de reprobar esa asimilación. El deseo, como tal, es muy respetable, todos lo
tenemos y es muy saludable, siempre que no te obsesiones y te conviertas en un
loco de libro, copulando con seres muertos deseados que no correspondían a esa
pulsión —y tú los has llevado al sueño de los justos— o llenando los armarios
de tortillas de patatas, como el del chiste, obsesionado por el redondo
alimento preferido por los españoles. La falta de mesura en el deseo se puede confundir
con ensoñación, pues es fantasía, como ya comentamos en las posibles
definiciones, pero eso es una psicopatía. El que desea normalmente, con los
pies en el suelo, cuando le es posible hace todo lo que puede —si es que está
en su mano o en las de su dinero— para conseguir ese objetivo concreto. A falta
de sueños lúcidos —que los hay—, el sueño se nos va de las manos. No es trigo
limpio. Habría que aventar en la era.
Me pongo como ejemplo. Si mis sueños se cumpliesen —y haciendo una media— el
mundo sería un erial lleno de edificios medio derruidos, y la mayoría de ellos,
aularios universitarios donde el FUTURO SALVAJE es el presente normal, lleno de
exámenes y ansiedades, y enredaderas secar por las paredes. Una constante en mi
sueño es la decrepitud de todo lo construido. Todo es polvoriento, agrietado,
sucio. Le juro que he soñado esto hoy (11/06/2016). Había un pueblo, y era
fiesta. Procesiones y altares, en pequeño, como los del Día del Corpus y
gran número de músicas y sones de sabor atávico. Aprovechando esto, hacían un
casting de un reality show llamado “Las dos
Españas” —vayan cogiendo ideas, amigos de la tele—, y gente muy antigua y
chillona vestida de nazarenos, gente de los caballos, cazadores, viejas de luto
—que representa la parte nacional, supongo— hacían cola por interminables
patios y escaleras, en grandes estancias desprovistas de cualquier ornamento.
Mientras tanto, los típicos progres de comprar El País de hace
unos años —no eran los actuales podemitas, sino
gentes del esplendor mediático de PRISA—, fauna de ambiente de cine club
se desparramaba desorganizada en lo se supone que debía ser una cola paralela
—no era tal cola—. Ambas cosas se increpaban y se llamaban de todo entre ellos,
pero sin que llegara la sangre al río. Lo real ordenado en mi mente, como fondo
de un sueño —no era esa la trama principal— sucedía en extraños edificios
laberínticos, mientras a mí me pasaban otra serie de cosas. Anoche, como otros
días, no llegaba, ni sabía llegar a donde debía llegar, que era encontrar mi
trompeta pues debía tocar en no sé qué acto religioso-popular. No deseo eso,
aunque en mi vida pase, la verdad. Simplemente son detalles del día a día
mezclado increíblemente por mi cerebro. No quiero que se haga realidad, porque
entre otras cosas, repito de nuevo, no podría ser, ya que el espacio-tiempo en
el sueño es como blandiblub que chorrea y se nos va
de las manos.
El deseo es diferente. La gente normal desea que le amen, obtener un trabajo,
que le toque la Euromillones, progresar en la
pirámide social o que alguien muera entre estertores terribles —el sufrimiento
ajeno es una aspiración en muchísima gente y no necesariamente gente horrible—.
Como ya he mentado alguna vez en estos mismos lares, Nietzsche nos decía que
“en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado” y para
algunos —para una inmensa mayoría— es así. Desear lo imposible por tener una
misión en sus insípidas vidas, desear lo posible y conseguirlo es demasiado
prosaico incluso para el vulgo, demasiado sencillo; desear un helado e ir a
comprarlo —o robarlo— ¡vaya paparrucha! Ahí no hay pesquisa alguna, ni horas
mirando al infinito viendo un coche, una casa o un cuerpo desnudo en la pared
de algún panal de oficinas lleno de viñetas de Forges
y calendarios de sindicatos con los festivos de otros años ya pasados.
Hay también deseos más puros, ajenos a posesiones materiales, y no relacionados
con la muerte o el sufrimiento de otros. El afán de saber, la curiosidad u
otras clases de búsquedas a otros niveles. Aunque yo, que soy tan taxonómico la
mayoría de veces, no las catalogaría como deseos o ansías, sino como
exploraciones, ya que lo deseado en esta ocasión —por concretarlo en una
palabra: el conocimiento— no es casi nunca nada fijado, sino saltando siempre entre
sorpresas, decepciones, dudas u otras líneas de exploraciones —eso siempre
ocurre, claro— por lo que se sale del objeto del deseo, sea oscuro o no, y
entra en zonas más etéreas, menos corporales, más ilusorias si cabe —pero no
por ello ajenas a la realidad tangible—. Incluso se puede desandar lo andado.
La falta del deseo, según algunas enseñanzas de índole religiosa y filosófica,
es lo que nos daría la paz. Pocos quieren la paz, que yo sepa. Además para no
desear es necesario haber deseado, saber qué es eso. Yo, que no tengo
sentimientos religiosos y apenas filosóficos, hallo en la falta del deseo la
huida del sufrimiento, lo cual viene a ser lo mismo al final, si sólo nos
quedamos con el meollo. El concepto de deseo, tan apegado al pecado durante
tanto tiempo en nuestra cultura occidental de raíces judeocristianas, está hoy
sobrevalorado por la estafa capitalista de hacerte desear aquello que no
quieres. No voy a caer en la trampa de eso de que no necesitas. El ser humano
necesita muy poco, y todos, toditos, todos, tenemos más de lo que necesitamos
—hablo desde mi perspectiva de hombre blanco viviendo en occidente—. Porque
queremos. Lo malo es el deseo inoculado. El deseo que no cubre necesidades, ni
esperanzas. Es precisamente cuando te ofrecen: el piso de tus sueños. Los de
mis sueños que se los queden ello, que están en estado de ruina —al menos en
los míos—. Los deseos y apetitos primarios son entendibles y justificables,
siempre que no dañe al de al lado —o que no se entere de que has sido tú, esto
va en la moral de cada cual—. Esos deseos oscuros, tienen su lugar en las
grandes efemérides ocultas de la Historia del Mundo, pues la avaricia, la sed
de poder y de venganza, no dejan de ser deseos elaborados, cocinados a fuego
lento, y obtenido por triquiñuelas dignas de príncipes maquiavélicos. Pero
también están ahí, en el espíritu humano. El deseo de teletienda,
de competición por exhibir oropel va camino de convertirse, por vía de
selección natural en sociedad, en deseo normal. Aunque cualquiera sabe.
Y para no marear más la perdiz sobre esto le comento, como Stan
Marsh, lo que hemos aprendido hoy. El sueño es
sueño. El deseo, deseo. No vivimos en un mundo platónico de imágenes y
símbolos, ni en el Siglo de Oro, ni Calderón de la Barca tiene
razón de que toda la vida es sueño y mayor bien es pequeño —bueno, en esto sí—.
La vida es la vida. Terrible, gozosa, anodina, magnífica según el día y la hora
del individuo, según el sujeto o según donde viva el interfecto. Soñar
despierto es imaginación pura, la cual controlamos. Soñando no tenemos el
control. Somos infraseres en un mundo de misterio,
como debe ser. Estamos en viñetas, en las que sólo existe lo que está entre las
cuatro líneas del recuadro.
Algunos idiotas te dirán: no sueñes, vive. No saben de lo que hablan.
Yo, el IDIOTA, te digo: el que dice durmiendo no se vive, es porque no sueña.
SUEÑA,
NO VIVAS.
En el mundo real los imbéciles son de verdad.
Pero
ahhhh, también los chuletones, como diría Woody sobre el mundo de los vivos.