La persona que me descubrió «AMERICAN SPLENDOR», el amigo
Elderly, la recomendó en nuestro Foro Maledetti destacando entre otras cosas la
presencia de una actriz, «muy vecinita de enfrente», que seguramente
sería de mi agrado. En efecto, ya llevaba tiempo degustando el tierno aire
marsupial de Hope Davis (en «ABOUT SCHMIDT», o en aquella otra sobre una
reunión familiar en la que Roy Scheider se dedica a meter mano a sus
nueras).
Tiempo después tuve una discusión con mi osita a
propósito de esta querencia mía por mujeres de aspecto más apocado que despampanante,
no vulgares, más bien anómalas, pero con unos físicos más cercanos a nuestra
cotidianeidad que los bellezones de turno (aunque, como ya señalé en mi
artículo «CUERPOS»,
algunos de estos bellezones también me parezcan de perlas).
Ella ve la cuestión desde el prisma de
la diseñadora y halla a muchas de mis «vecinitas» un poco frikis o (aún peor
a sus ojos) un tantico pavisosas (nada que hacer sobre una pasarela –aunque, a
su vez, algunas de sus perchas favoritas, caso de Jane Birkin o de la grissom
grrl Jorja Fox, versión hollywoodiense de nuestra Laura Pamplona, son tan
atípicas en su aspecto como muchas de mis vecinitas-).
Yo las veía con un criterio menos ornamental, más
instintivamente básico, desde el prisma peculiar de mis deseos, desde esos
resortes ocultos que algunas presencias (casi siempre con un punto zoomorfo
–lagomorfo, marsupial, vulpino o pajaril- y misterioso –porque tras la puerta
de al lado se alberga siempre un posible misterio-) despiertan en mí, como
también lo hacen determinados olores, paisajes y melodías (o la voz de Jone
Miren en el programa de Arguiñano).
La «vecinita de enfrente» goza
de un importante predicamento en la red, no sólo por la abundante documentación
gráfica sobre actrices y cantantes de físico no convencionalmente bello y limitada
popularidad (hay excepciones en cuanto a esto último, como Alison Hannigan,
auténtica ciberdiosa gracias a teleseries como «Buffy» o a films como «American
Pie», reproducida en proporciones obsesivas bien con su físico real o en las
sugerentes manipulaciones del fake art), sino también por galerías (amateurs,
naturistas, exhibicionistas, nerdies...) dedicadas a mujeres sin trazas de
silicona, ni anorexia, ni rasgos dictados por los cánones del estrellato
cinematográfico o de la pasarela.
Reconozco que mi criterio siempre ha tenido más que ver con la curiosidad que con la mera contemplación estética. Un físico me ha de interesar como punto de partida, ha de suponer para mí una puerta hacia una interrogante interior (tal vez por aquello de ser más un jodementes –por usar el término acuñado por el divino Duffo- que un mero degustador –visual o táctil- de cuerpos como un fin en sí mismos). Muchas bellezas me aburren pues intuyo que, tras el esplendor formal de la puerta, sólo hay el vacío. Y otros exteriores, en apariencia más humildes o anodinos según los criterios establecidos, pueden guardar espléndidos castillos de la memoria.