Ya dije en la primera entrega de esta serie automovilística que la conducción no es lo mío (por despiste, por reflejos poco coordinados, por temperamento excesivamente nervioso...). Sin embargo, hay un tipo de vehículo que creo podría haber llegado a dominar, el coche pequeñito, entre automóvil y ciclomotor (hoy día, algunos de ellos mantienen incluso a nivel de placas de matrícula esta ambigüedad). Si viviésemos en un mundo donde las arterias de tráfico recogieran más minimalismo y menos velocidad (más bicicletas, más cochecitos de inválido –incluso sin ser inválido, como anhelaba José Isbert en aquella de Ferreri-, más coches extraplanos impulsados por energía solar, más vehículos movidos por tracción animal, más ingenios eléctricos –o incluso funcionando con agua de litines-), un mundo postapocalíptico y regido por visionarios Comités de Salud Pública más pendientes de la frugalité que del confort, yo puede que llegase a sacarme el carnet. Entre tanto, dependo de mi osita y su monovolumen y, cuando ella no está, del hediondo transporte público (nada que ver -¿no es cierto, amigo Elderly?- con la fastuosidad de los intestinos urbanos de Moscú o Pyongyang). 

 

 

 

Uno de los arquetipos de coche pequeñito es la llamada Isetta o coche-huevo , cuyo actual heredero espúreo sería el Smart. La Isetta fue lanzada en diversos países por marcas como las alemanas BMW y Heinkel, la italiana Iso (de ahí el nombre de «Isetta» -también crearía el humilde Isocarro de tres ruedas: y, por cierto, lo de Iso viene de que los primeros modelos se hacían con restos de aparatos refrigeradores, «isotérmicos»-), o particulares como el británico Ronnie Ashley. Lo mismo que hoy podemos ver Smarts con logotipos de empresas o en el parque móvil de entidades administrativas, en su momento la Isetta fue usada hasta por la policía (como en el modelo arriba mostrado, digno del jefe Wiggum). La Isetta fue retirada de la circulación a comienzos de los 60 por su peligrosidad en los accidentes, debido a su puerta frontal (cuyo efecto en un choque era exactamente el contrario al airbag –o sea, la gente quedaba espachurrada a la primera-). Pero, precisamente, en relación con disuadir al personal de ir a toda pastilla por calles y autopistas, si en vez de ofrecerse coches cada vez más veloces y seguros, se volviese a vehículos como la Isetta, se acabarían en buena medida los problemas de tráfico y, desde luego, descendería la emisión de gases a la atmósfera (entre otras cosas, porque, dadas las modestas prestaciones de este vehículo, su relanzamiento como coche eléctrico podría ser bastante plausible).   

 

 

 

 

Otro ejemplo tópico de coche diminuto es el Biscooter, creación francesa del ingeniero aeronáutico Gabriel Voisin, cuya saga es contemporánea de la Isetta (comienza en 1953). Dada la reticencia de los franceses (cada vez más lejos de la franciscana carencia de pretensiones del señor Hulot) a adquirir un auto tan espartano, fue en España donde se comercializó a través de la firma Autonacional. Una difusión rápida, sobre todo su modelo zapatilla, obviando entre los aprendices de consumidor su principal desventaja, la carencia de marcha atrás, que obligaba a optar siempre por el giro o por darle la vuelta al coche manualmente (como si fuese un cochecito de bebé), lo que no era tan difícil dada su extrema ligereza (estaba hecho de finas planchas de aluminio). 

 

 

 

 

 

 

Una variedad recurrente entre los coches diminutos fue el coupé descapotable, algo impensable hoy dada la pequeña alzada de estos vehículos que obligaría a los ocupantes a ir tragándose los humos de los escapes de camiones, monovolúmenes y 4x4. De arriba abajo, los coupés mostrados son: el francés Rolux, el autóctono PTV (que pasaría a la posteridad en la secuencia final de «LOS TRAMPOSOS» como el espléndido haiga de empresa que el jefe Rodero les ofrece a Antonio Ozores y Tony Leblanc), el australiano Zeta y los también hispánicos Biscúter Pegasín (parodia liliputiense del deportivo Pegaso) y Alicante (fabricado, cómo no, en la ciudad homónima).

 

 

 

La italiana FIAT es desde los 50 la primera marca que desarrolla coches pequeñitos destinados a perpetuarse. Tras sus comienzos de postguerra con el Topolino, poco a poco iría perfilando sus clásicos como el 600 o el 1100. Aunque mis preferidos son el 500 (el más diminuto de la escudería –representado aquí por este modelo veraniego, que huele a sol y a flores en la piazza de Espagna, a pícaros repulidos con expresión de Alberto Sordi, o a chulitos guapetones a la caza de alguna señora Stone o a la espera de ser descubiertos por Pasolini- ) y el Multipla (curiosa mutación del 600 en monovolumen, ideal para familias numerosas).    

 

 

Acabaré homenajeando al coche pequeñito mejor diseñado, a mi juicio, de todos los tiempos. Símbolo del swingin London, el Morris Mini Cooper, junto con la minifalda, el psycle pop de los Beatles más lisérgicos o de los Rolling más marcados por Brian Jones (nunca Jagger vampirizó tanto a éste como en aquel anticipo de «ARREBATO» llamado «PERFORMANCE»), los nuevos actores del momento (Michael Caine -quien haría del cochecito un poderoso icono en «UN TRABAJO EN ITALIA»- o bellos ángeles destinados a la trituradora cruel del tiempo, caso de David Hemmings o Terence Stamp), todo lo que por un concreto lapso de tiempo dio un cierto sentido a esa palabra tan hollada, violada, desvirtuada y deformada, la palabra «LIBERTAD».  No es casual que, de todos los coches mencionados en este artículo, sea el único que hoy continúa fabricándose y fascinando como el primer día.