lo nuevo, al fondo, por el calor

 

Desde hace años, duermo con papel y lápiz en la mesilla de noche, y anoto los momentos oníricos que me parecen más interesantes. En este caso, mi objetivo no es conocerme más a mí mismo, ni muchísimo menos entregárselos a un comecocos para que los devore y me los vomite encima en forma de psicoanálisis. Mi intención es bastante menos ambiciosa: sencillamente, sacar brillo a los palacios de mi memoria pues, como cualquiera podrá comprobar, las huellas mnemotécnicas de un sueño son mucho más leves que las de los llamados “sucesos reales”, resultando un ejercicio harto beneficioso para las neuronas anotar dichas experiencias intangibles. Por ello, aquellos que esperen encontrar en las siguientes palabras pistas del mapa de mi subconsciente, van de cráneo: más que sueños propiamente dichos, aquí podrán leer una selección de viajes hechos en brazos de Morfeo. O, como diría William Burroughs, no-sueños: “El sueño convencional se refiere, claramente o por asociación obvia, a la vida de vigilia del durmiente, a la gente y a los sitios que él conoce, a sus deseos, ambiciones y obsesiones. Esos sueños irradian un desinterés especial. Son tan aburridos y vulgares como el soñante medio. Hay una clase especial de sueños que no son sueños en absoluto sino exactamente igual de reales que la vida despierta, si es que puede uno especificar grados de realidad, debido a la influencia de personas, lugares, escenas, y hasta olores, desconocidos”. O, como diría Carlos Berlanga: “Es místico, épico: todo permitido. Es mágico, épico: quiero dormir, quiero escapar. Sueño en mis sueños”. O, como diría Jünger: “En los sueños todo persiste como siempre: incólume, casi invulnerable”.

 

 

1. CIELO

 

Estoy subiendo al Cielo por una rudimentaria y oxidada escalera mecánica. Allí, lo primero que me encuentro es que, como si de un parque de atracciones o un multicine se tratase, hay una larga cola para entrar. La cola es irrealmente vertiginosa: se extiende sobre una construcción de hierro oxidado y tambaleante que se sostiene gracias a unas finas tiras de plástico sucio pero transparente, a través de las cuales puedo ver el abismo a mis pies. Miro hacia abajo, deshaciéndome en oleadas de puro vértigo y, a vista de pájaro, distingo un mar de coches que serpentea por las carreteras con lentitud. De repente, me habla alguien que me conoce, pero al que yo juraría no haber visto en mi puta vida. Nos estrechamos las manos y hablamos del pasado, del presente y del vértigo en un extraño idioma. Reímos por una de nuestras incomprensibles frases y entonces le pregunto cómo puedo entrar en el Cielo. El Conocido me responde en su extraño lenguaje pero yo comprendo de forma cristalina que la puerta sin San Pedro está tras una nube que hay pegada al puente de hierro. En mi inidentificable dialecto, yo le expreso mi temor a calcular mal el salto y caer en el abismo de tráfico. Él me tranquiliza: es imposible caer del Cielo: sin duda, al traspasar la nube haré pie sobre un patio de butacas. Me despido del Conocido desconocido con alegría, salto hacia la nube y, efectivamente, caigo en un oscuro patio de butacas. Es un cine y están en plena proyección. No le presto atención a la pantalla (que escupe imágenes desenfocadas) pero, en cuanto mis ojos se habitúan a la oscuridad, me fijo en el público y veo que está lleno de japoneses y centroeuropeos de pétreo rostro. Un olor que no sabría describir me llama desde detrás de la pantalla, así que paso a través de ella y me encuentro en una destartalada y humeante cocina, donde se imparten ponencias acerca de disciplinas de las que jamás había oído hablar. Junto a otros alumnos, me siento en el suelo lleno de escombros y baldosas levantadas y el profesor comienza su clase, expresándose en el mismo dialecto que el conocido que me guió hacia la nube. Aunque entiendo todo, me distraigo y miro hacia la pantalla de cine (que veo del revés, pues estoy detrás de ella) donde siguen moviéndose imágenes abstractas de lo que parecen ser viejos cortometrajes experimentales rodados en súper 8.

 

 

 

2) DISCOTHEQUE

 

Entro en lo que parece un discotecón de extrarradio en el que, sin embargo, no suena música alguna. Avanzo por una rampa que está al aire libre y me encuentro con una estancia (tal vez la pista central, aunque no lo puedo asegurar porque no es un lugar en el que haya estado antes) que parece decorada por un extraterrestre con muy pésimo gusto. Está llena de gente: los hombres son invisibles a mis ojos y sólo veo a las tías que, aún así, aparecen difuminadas ante mis ojos cual espectros. Avanzo lentamente por las diferentes estancias del discotecón cuando casi choco con una joven que tiene la boca atravesada por una sangrante cicatriz vertical. Se acerca a mi y empezamos a morrear salvajemente, con las bocas muy abiertas, la sangre resbalando por nuestras barbillas. Sufro una erección y no puedo evitar tirarme un pedo que anuncia mi necesidad de visitar los urinarios. Me excuso con la chica de la cicatriz y me dirijo hacia una barra, bajando para ello por una rampa herrumbrosa y llena de musgo; como resbala, me agarro a la barandilla. Pero en lugar de ir al baño voy a pedir una copa que, a pesar de los cubitos de hielo, está muy caliente. Entonces decido volver junto a la chica de la cicatriz. No será fácil, puesto que para llegar a la rampa tengo que atravesar un mar de enormes y resbaladizos cubos de plástico. Lo hago como puedo y cuando llego a la rampa ésta se ha transformado en un estrecho y tortuoso caminito sobre un acantilado de cristal. Lo intento, pero el camino es demasiado estrecho y no hay forma humana de atravesarlo: no me cabe ni medio pie en él. La única opción es agarrarme a unas zarzas, que me desgarran las manos, llenándomelas de heridas indoloras y sangrientas. Cuando estoy a punto de llegar al otro lado, una de las zarzas se rompe y yo me despeño por el acantilado abajo.  

 

 

3) SALA X.

 

Me encuentro en una habitación brumosa, desenfocada, abarrotada de gente. El recargado ambiente me sofoca y, cuando me doy cuenta de que hay una trampilla en el suelo, la abro para que entre un poco más de aire para respirar. Veo que la trampilla ocultaba una escalera de caracol y desciendo por ella para aislarme en la sala de abajo, que está vacía de gente pero llena de cosas desordenadas, sucias, blasfemas. Me tumbo en el suelo y una pantalla empieza a escupir imágenes de orgías y bacanales. Ahora mi ropa ha desaparecido (aunque yo no me he desnudado) y comienzo a masturbarme en el suelo, pese a que soy consciente de dos hechos que deberían impedírmelo: 1) la trampilla es de cristal y 2) en habitación de arriba hay una multitud. Es entonces cuando el sueño se desdibuja, borroso y confuso como una cinta de VHS corroída por la humedad. Sigo masturbándome y, cuando ya estoy casi a punto de correrme, la gente empieza a bajar por la escalera de caracol. Me pongo de pie y empiezo a ordenar todo rápidamente. Consigo dejar todo limpio, ordenado y normal antes de que la multitud entera haya bajado. Sin embargo, cuando me encuentro frente a ellos me doy cuenta de que aún estoy desnudo.

 

 

4) TREN.

 

Viajo en tren por un país desconocido. Debido a la creciente inseguridad internacional, los vagones están extremadamente tecnificados, casi militarizados. Abundan las cámaras de video y los guardias jurados, con metralletas, cascos y trajes de camuflaje, pasean continuamente por los pasillos, metiendo la cabeza en los compartimentos. A pesar del lujo y del confort (viajo en coche cama de primera clase), me encuentro incómodo, nervioso y sofocado. Mi inquietud va in crescendo a medida que el tren se mueve cada vez más, sobre una vía extrañamente turbulenta. De repente, miro por la ventanilla y veo que dicha vía está muchos pies por debajo de nosotros, pues estamos volando.  

 

 

5) CARNECERÍA.

 

Camino rápido por calles familiares pero desconocidas. Cruzo un puente sobre una autovía sobre la que también viajan trenes o tranvías de gran velocidad. Luego me meto por unas siniestras callejuelas. Veo un portal que me llama la atención y pretendo entrar, pero no controlo mi cuerpo y no puedo dejar de andar apresuradamente por las mugrientas aceras. Me encuentro a una mujer obesa y treinteañera que dice que se alegra de verme y me coge de la mano. Todo ello sin dejar de andar y andar cada vez más deprisa. De pronto nos encontramos a un hombrecillo que se une a nosotros y nos habla. Caminando, pues no podemos parar, nos dice que debe ir a una casa a recoger una llave. Lo acompañamos. Andamos durante mucho tiempo y luego entramos en un portal sin puerta: en la placa pone “Carnecería”. Subimos por unas escaleras blancas manchadas con sangre seca y llamamos a una puerta. Entramos y hay una especie de guateque. Desde el primer momento, intuyo que en la casa de la llave no soy bien recibido porque veo caras largas. No me encuentro bien, pero permanezco sentado. Aunque hay mucha gente y un ambiente neobeatnik, reina el silencio. De pronto, alguien pone un disco. La música de un extraño cantautor empieza a sonar y, por primera vez en todo el sueño, me siento bien: la música me amansa y yo me relajo y empiezo a hablar con desconocidos. Pero alguien quita la música y la fiesta y yo volvemos a sumirnos en el silencio. Yo protesto y uno de los invitados entona un pedante elogio de la música que estábamos escuchando que, precisamente por esto, ya no me gusta tanto. Siento que es el momento de irme y que no puedo estar más tiempo aquí por cortesía. Los otros invitados también parecen cansados. Sin embargo, las despedidas se eternizan, en parte debido a la infame verborrea del anfitrión. La situación cada vez es un poco más incómoda y empieza a recordarme a “El ángel exterminador”. Aburrido por la espera, rodeo con mis manos la hermosa cara de la novia del anfitrión verborréico y la beso. Él, hundido por los celos, se calla y la gente empieza a salir por patas. Todos huimos despavoridos y alguien grita que viene la policía, pero no se oyen sirenas ni nada. Pienso que no tengo nada que temer, pues no llevo ni drogas ni armas encima. Un hombre me llama desde su coche, abre la puerta del copiloto y me invita a entrar, diciéndome que me dé prisa, que la policía está al caer. Yo le contesto que no tengo miedo, que estoy limpio... y me acerco al coche lentamente. Pero me detengo al oír un violento estruendo: miro hacia atrás y veo que decenas de policías empiezan a salir del portal armados con metralletas. Entonces me fijo en sus uniformes, en sus rostros y comprendo: no son polis, son soldados de un país extranjero. Y en menos que canta un gallo ya tengo al lado a una mujer que empuña un enorme rifle y que me dispara a bocajarro en la cabeza. Los perdigones me arrancan trozos de cara, pero no siento dolor. Estoy tranquilo y sereno, aceptando mi muerte como si fuera la muerte de otro. No obstante, me despierto violentamente.  

 

 

6) INC.

 

Estoy en un laboratorio de alta tecnología perteneciente a una gran corporación: el ambiente es extremadamente frío y de diseño. Un amigo y yo trabajamos en un proyecto secreto esta tarde-noche mientras merendamos galletas con Nocilla. Como demasiado y me duele el estómago. Pasa el presidente de la gran corporación y, de pronto, ya no es tarde-noche, sino pleno mediodía y en la calle brilla un sol de luz cegadora. Me deslumbra y me refugio en otra sala, donde el ambiente es la extrema antítesis del anterior: una habitación hogareña y familiar, en penumbra y llena de objetos reconfortantes. Huele a algo parecido a incienso o a sacristía. Pienso en ver la televisión, pero me doy cuenta de que no hay aparato. Entonces recuerdo que debo ir a la sede de un canal de televisión para entrevistar a una mujer. Aparezco allí a la velocidad del pensamiento y, desde que empiezo a hablar con la entrevistada, el tiempo se acelera y todo pasa a cámara rápida. Habitaciones llenas de bobinas con horas y horas de programas. Salas insonorizadas con envases para huevos. Cámaras acorazadas con paredes llenas de cables y extraños aparatos por los suelos. Me muevo por esas salas buscando documentos que nunca encontraré. Entonces me doy cuenta de que he llegado al fin y percibo ondas invisibles que emanan del techo abovedado de la estación catódica para destruir el mundo. En ese momento, percibo con cierto alivio que lo que acabo de ver no lo he vivido realmente: era una película que sólo estaba en mi mente pero que, tal vez, pueda conseguir en un videoclub. Me acerco a uno que presume de tenerlo todo, pero el dependiente me dice que esa cinta de video está agotada. Entonces recuerdo que debo volver al laboratorio, a la Gran Corporación, para seguir investigando... Sin embargo, no sé por qué, pero sé que ya es demasiado tarde.

 

 

7) GANGSTA.

 

Me encuentro en una tienda especializada en objetos sin valor aparente, pero cuyo inusual brillo despierta en mi el deseo irreprimible de poseerlos. Los precios son caros, como de anticuario, y me veo obligado a robar. Con sumo cuidado, evitando entrar en el campo de las videocámaras de los vigilantes, quito las pegatinas magnéticas de varios objetos y los dejo caer suavemente en una bolsa plástica que reposa en el suelo. Después salgo de la tienda y suspiro al comprobar que he burlado las alarmas, aunque mi instinto me dice que algo va mal. Efectivamente, al doblar la esquina veo que hay un batallón de policías esperándome: me apuntan con sus pistolas y me dicen que deje la bolsa sobre la acera y ponga las manos en alto. Yo obedezco y ellos me esposan y me arrastran por las calles, hasta llegar a un destartalado edificio, medio en ruinas. Entramos y me hacen bajar por unas escaleras, hasta llegar a un mugriento sótano, de paredes desconchadas y mohosas. Hay una gran humedad en el ambiente y huele como a urinario o a amoníaco o algo así. Cuatro de los policías, cuyos uniformes se han convertido ante mis ojos en trajes de paisano (como le ocurría al Spiderman de finales de los 80, cuando llevaba el traje viviente que consiguió en las “Secret Wars”), cuatro de los policías, decía, me llevan a una habitación llena de sofás de eskay, luz roja y decoración de puticlub. Allí me interrogan, haciéndome preguntas absurdas cuyas respuestas ignoro. Me dan algunos bofetones. De pronto veo que uno de los policías (tal vez el más musculado, bruto y malencarado) está morreando con una rubia con pinta de cerdilla. Ella está inquieta y a veces me atraviesa con miradas furtivas. Llega otro policía, encorbatado y con sombrero de ala ancha: me dice que, aprovechando su trabajo policial, también hacen encargos para una mafia y que olvidarán mis delitos (y su correspondiente responsabilidad penal) a cambio de que, durante una temporada larga y de forma gratuita, lleve paquetes con contenido desconocido a direcciones determinadas. No me puedo negar, aunque esto no me gusta nada y sé que me será más bien difícil (o completamente imposible) escaparme de esa mafia y dejar de hacer trabajitos para ellos. Así que acepto y ellos, sonrientes y satisfechos, me dicen que antes debo pasar una suerte de rito iniciático: follarme a la rubia que antes he visto morreando con el poli más musculado. Aunque la chica me parece ciertamente venérea y me provoca un poco de mal rollo intercambiar fluidos con ella, tampoco me puedo negar; así que nos conducen a una habitación con una cama enorme, decorada como si fuera un imposible plató de una película porno barata (sabanas de seda plateadas, cortinones a juego, penumbra anaranjada...). Empiezo a comerle la boca a la rubia y todo resulta muy fácil, pues su olor a hembra es tan intenso que me provoca una intensa erección. La agarro por los pelos y la follo a cuatro patas, salvajemente, pegándole en el culo, como en una película porno. El coito dura bastante tiempo: no paramos de gritar y probamos varias posturas del kamasutra. Siento un placer realmente intenso, pero a veces miro hacia arriba, al techo de espejo, y tengo la inquietante sensación de que los polis mafiosos me están observando mientras follo con la rubia.

 

 

8) INUNDACIÓN.

 

Sentado en un banco en una inmensa plaza rodeada por rascacielos, espero a un mensajero que debe entregarme un paquete de diaquilón para ablandar tumores. Se retrasa y me pongo nervioso porque se hace tarde y tengo prisa. Me pongo de pie y paseo intranquilo. Escupo sobre la rejilla de una alcantarilla, intentando que el gargajo caiga limpiamente entre dos de los hierros, pero no lo consigo: se parte por la mitad sobre uno de los hierros y resbala viscoso hacia la oscuridad. Vuelvo a sentarme en el banquillo y las luces de los edificios comienzan a encenderse. Miro hacia abajo y veo que un reguero de agua se acerca a mis pies. Chapoteo un poco y, alzando la vista, me doy cuenta de que el agua proviene de la alcantarilla en la que yo había escupido. Cada vez sale más agua, hasta que me veo obligado a nadar y a bucear, porque esto es como el mar. Pronto el agua supera la altura de los rascacielos y yo me acerco buceando a uno y me cuelo por la azotea abajo. Una vez dentro, me meto en una habitación y veo que está llena de cadáveres. Oigo ruido de pasos chapoteantes y siento un pánico irracional que me obliga a tumbarme en el suelo y hacerme el muerto aguantando la respiración. 

 

 

 

 

 

 

¿Quién demonios soy? ¿De dónde infiernos vengo? ¿A dónde diablos voy? Son preguntas que todos nos hacemos a veces, casi siempre cuando, en una de las escasas pausas que nos permite este cárcel de ocio y negocio que llamamos mundo moderno, nos sentamos a pensar sobre lo absurdo que parece todo, y tratamos de meditar, de dominar nuestra angustia, de comprender las reglas del caos y encontrar cierta paz y armonía con el cosmos, casi siempre en vano. “Qué oscura está la verdad, si creo en todo y en nada”, cantaban Solera. A muchos, ni siquiera le es concedido el escaso tiempo necesario para buscarse durante unos segundos por lo menos. Pero incluso al más perdido y desorientado extranjero de sí mismo, los buenos dioses le permiten dormir y, tal vez, soñar. Shougo Kawada, uno de los personajes del manga “Battle Royale”, afirma en el segundo volumen de la serie que, si no tuviéramos pesadillas, nos volveríamos locos, en el peor sentido de la palabra: “los sueños son la forma que tiene el cerebro de procesar la información. Tener pesadillas ayuda a procesar la culpa y los temores”. No hay sueños buenos y sueños malos: todos son raros raros raaaaros, sí, pero todos cumplen su función en nuestras cabezas, independientemente de que sean más o menos agradables. En cualquiera de sus representaciones (de la literatura al tebeo, de Hoffman a Gaiman) Sandman, el amo de los sueños, es un personaje necesario, un Eterno, pero también un ser siniestro, turbio, enigmático... Así son o parecen ser nuestros sueños: inquietantes, indescifrables e imprescindibles. Los indios norte-americanos, con su visionario sentido común y su espiritualidad profunda, lo vieron clarísimo y un anciano chippewa, allá por 1929, pronunció sin solemnidad alguna las siguientes palabras, que sin duda suscribiría Dale Cooper: “Antiguamente nuestro pueblo no aprendía de libros ni de profesores. Toda su sabiduría y conocimientos le llegaban en los sueños. Ponía a prueba sus sueños y de esa forma descubría su propia fuerza”. Hoy, yo vomito en esta línea de sombra otro puñado de viajes oníricos, escritos en el jardín de la duermevela, que ponen de manifiesto acontecimientos irreales profundamente ligados a la realidad.

 

 

1. CHICA DE AYER

 

“I found and I lost the one” (Trembling Blue Stars)

 

He quedado con una chica y llego tarde, así que me muevo a toda velocidad por las superpobladas calles de una megalópolis que se parece tanto a Tokio como a Madrid. Cojo taxis, viajo en trenes-bala, corro por largos pasillos subterráneos llenos de gente, me siento a esperar trenes en estaciones de metro de aluminio y, por fin, llego al lugar de la cita, moviéndome lentamente entre las multitudes. Entonces, en medio de una enorme plaza, veo de lejos a la chica y me acerco corriendo a ella para comprobar con amargura que ha muerto de vieja esperándome.

 

 

2) REUNIÓN Á FEIRA

 

“O bien poseer un destino propio o bien tener el valor de un número: ésa es la disyuntiva que nos viene impuesta hoy a todos y cada uno de nosotros” (Ernst Jünger)

 

Me encuentro en una opresiva y desagradable reunión de trabajo. Pese a la omnipresencia de tecnología punta, reina un clima de mazmorra medieval y todos vestimos armaduras. Me crispa lo que se dice en la reunión, el lenguaje burocrático de gabinete de comunicación que se utiliza y, sobre todo, la actitud gris de los allí presentes. Yo no puedo evitar comportarme como un niño indisciplinado y fuera de control: pierdo la atención, paso de escuchar, me pongo cascos, entro y salgo de la estancia... Cada vez estoy más enfadado y empiezo a perder el control. En este momento, el ambiente medieval empieza a fundirse con aires de taberna galaica y veo que los presentes en la reunión van mutando poco a poco en gallegos castrados. Así, poco a poco acaban todos siendo una mezcla aterradora de compañeros de trabajo y amigos de Galicia, como si un semidios con un macabro sentido de la genética hubiera metido a ambos grupos en la cronenbergiana máquina de “La Mosca”. O sea, que me encuentro ante un puñado de gallegos progres e intelectualoides al estilo de Antón Reixa. En fin: la tensión explota, todos sacamos oxidadas espadas y empezamos a atravesarnos los unos a los otros con ellas. Cuando todo está así, convirtiéndose en una orgía de sangre, sudor y tripas, me despierto.

 

 

3) JARDIN DE INFANCIA

 

“Pray for all the lost children” (Michael Jackson)

 

Estoy en el portal de mi casa de Galicia, sentado en los escalones que suben hacia la zona de ascensores. La puerta acristalada está abierta y todo, tanto el portal como la calle, está lleno de niños y niñas de entre 6 y 10 años de edad, que corren y juguetean y gritan ante mi mirada cómplice y excitada. Entiendo perfectamente las claves de sus caóticos juegos, los comparto y me siento parte de ellos. Nos unen lazos animales. Cuando llega una anciana a llamarles la atención por el ruido y los destrozos que están causando, la agarro por el cuello y la tiro por el hueco del ascensor. Luego me subo a una tarima y, por telepatía, les digo a los niños que continúen con sus juegos, pero en silencio para no alarmar a los vecinos. Y ellos me obedecen...

 

 

4) GATILLAZO

 

“Todo esto deriva de la vergüenza primitiva, de la idealización del fruto prohibido” (Federico Amiel)

 

Estoy con una chica, caminando por la calle, y siento una fuerte atracción hacia ella, pero mi mano no me obedece cuando le ordeno que la toque. Nos entendemos perfectamente, nuestras mentes están unidas y saben perfectamente lo que quieren, pero no puedo acercarme a su carne por más que lo intento, ni decirle a ella que se aproxime a mí (sé que no lo hará por voluntad propia, pues es demasiado joven y tímida). A veces, en los momentos álgidos de la conversación, ella se para y me mira profundamente, pidiendo algo que mis músculos no me dejan darle pues, por una causa desconocida, se han rebelado contra mi cerebro. En esas paradas soy yo quien, involuntariamente, vuelve a andar rápidamente, porque mis miembros vuelven a llevarme la contraria y, cuando les ordeno que se paren, se ponen en movimiento. Mi lengua, por su parte, se niega en redondo a pronunciar otra cosa que no sean frías palabras sobre temas tan gélidos como el diseño gráfico o la arquitectura contemporánea. Así que caminamos kilómetros durante todo el sueño, mientras hablamos de banalidades y nos follamos con la mirada sin llegar nunca a tocarnos, mientras en mi mente (prisionera de un cuerpo en huelga) crece una desesperante frustración sexual.   

 

 

5) REFLEJO

 

“Todo aquel que atraviesa el corredor del Miedo

llega fatalmente al Último Espejo”

(Leopoldo María Panero)

 

Estoy en una tienda de tebeos, donde me sorprende ver varios números atrasados de “Acme Novelty Library” de oferta. Lamentablemente, no llevo dinero encima. Al darme cuenta de esto, el pequeño local donde estaba la tienda va creciendo, transformándose lentamente en una habitación, grande pero triste y desangelada, semivacía, con una cama y un armario, donde vivía cuando compartía piso. Pienso que debería irme de ese lugar cuanto antes, así que apago las luces para irme, pero de pronto oigo que alguien abre la puerta de la calle del piso donde estoy y camina por el pasillo. Ahora creo que debo esconderme para que no me vean allí, de pie en la oscuridad como un espectro demente, en un lugar donde no debería estar, pero me muevo a cámara lenta y no llego a tiempo. Abre la puerta uno de mis antiguos compañeros de piso y, al verme ahí, se tambalea del susto y grita. “¡Aaaaaaaaaaaargh!”: yo también grito y me horrorizo al comprobar que mi voz no es la mía. Él casi se cae desplomado de puro pavor. Yo comparto su terror cuando me miro en el espejo del armario y veo que tengo la misma cara que él.

 

 

6) HABITACIÓN

 

“Lejos de familiarizarme con mi prisión, la contemplaba cada vez con más horror” (Matthew G. Lewis)

 

Me encuentro emparedado en una habitación en la que todo es blanco. Entre cuatro paredes blancas sin puertas ni ventanas, bajo el techo blanco y sobre el suelo blanco, doy vueltas como en la nada, desnudo y sin saber cómo he llegado aquí, cómo he conseguido acceder a esta sala en la que no hay entrada alguna. Tampoco recuerdo dónde estaba antes de llegar aquí. Mis manos recorren la lisa pared de mármol, intentando encontrar una fisura, una señal de que existe una trampilla, una puerta, un hueco por el que en su día entré y por el que tal vez pueda escapar. Pero no hay nada. Sigo dando vueltas mientras la melancolía y la desesperación embargan mi alma. No tengo hambre, ni sed, ni sueño. No sé cómo sigo vivo, ni si hay alguien que tenga algún tipo de interés en mantenerme aquí, solo, en medio de esta nada blanca, para ver cómo poco a poco me va carcomiendo la locura. Cansado, aburrido y más solo que la una, me tiro al suelo blanco e intento recordar a la última persona viva que vi. Es una chica rubia y de ojos azules. No recuerdo su nombre ni la relación que tenía conmigo y su imagen es muy difusa pero, aún así, consigo imaginarla desnuda y recrear en mi mente amnésica un olor y un tacto femeninos bastante irreales, para entregarme lánguidamente al único juego que tal vez me esté permitido en esta blanca prisión: el onanismo. Así, me hago un pajón castellano pensando en ese fantasmal recuerdo rubio, eyaculo y sonrío por no llorar al comprobar que mi semen blanco es casi invisible sobre el suelo de mármol del mismo color.

 

 

7) SOBREVIVIENTE

 

“But sorry no news

The world has collided”

(Grupo Salvaje)

 

Una mañana de invierno, entre semana, me despierta un silencio sepulcral. Abro las puertas de mi balcón y no se oye un alma. Tampoco se ve a nadie. Creyendo que algo “normal” ha pasado (un atentado de Al Qaeda, una huelga de despertadores, un supervillano que ha envenenado el agua del enorme manantial que, según ciertos conspiranoicos, yace bajo Madrid), me meto en la ducha como todos los días, me visto y desayuno. Salgo a la calle y sigo sin ver a nada ni a nadie: ni coches, ni personas, ni animales... Nada. Sólo el asfalto, los edificios y yo. Camino hacia la parada del autobús, ya un poco escamado, y me encuentro con una Puerta del Sol absolutamente desierta. Ni un alma. Como no pasan buses, decido ir andando hacia la revista donde trabajo, caminando deprisa por calles vacías y pasando nerviosamente junto a tiendas cerradas. Llego a la Plaza de Colón sobre las diez de la mañana, cuando el tráfico por el Paseo de la Castellana ya debería ser importante. Pero no hay ni un solo coche. Bastante perplejo, llego al fin ante las puertas del señorial edificio que alberga la corporación para la que trabajo, pero está cerrada a cal y canto. Todo es muy extraño. No sé qué hacer y decido volver a casa andando para hacer hambre y, por el camino, saquear alguna tienda de comestibles. Si realmente no hay nadie, no pasará nada y con algo tengo que matar mi soledad, que parece definitiva, si es que por la noche no salen los vampiros, como en “Soy leyenda”. Paso por un par de tiendas y robo frutas y golosinas. ¿Existe el robo cuando eres el último ser sobre la tierra?, me pregunto mientras vuelvo a la calle, ¿no sería acaso yo el heredero de todo y de nada? Con estos pensamientos, llego andando hasta la Plaza Mayor, cerca de mi casa, y fuerzo la entrada de una librería de cómics. Es extraño, pero no suenan alarmas. Luego me quito los zapatos y me tumbo a la bartola en un sillón, a leer tebeos mientras como lo que he comprado. Entonces, de pronto, oigo una carcajada, y luego otra y luego otra... Cuatro millones de carcajadas. Un horrísono coro de risas me ensordece y pronto veo que una muchedumbre de conocidos y desconocidos, que me señalan y se ríen. Así me doy cuenta, con horror, de que todo esto no era más que una broma pesada. Me despierto rezando porque no haya cámara oculta.

 

 

8) ESCALERA

 

“Dormir no me gusta: me hace crecer”

(Pedro el Arrebatado)

 

Tengo nueve años y estoy en la escalera de un rascacielos, subiendo rápida y ágilmente los escalones de tres en tres. El edificio es el bloque de hormigón gris donde vivía mi madrina en el barrio Caranza (El Ferrol del Caudillo), que a mí me parecía muy neoyorquino por sus, a mis ojos infantiles, altas torres. En todos los rellanos, me paro e intento entrar en algún apartamento, pues tengo la sensación de que algo o alguien me persigue y tengo que esconderme. Llamo insistentemente a todos los timbres, aporreo las puertas pero nadie abre, nadie contesta. Sigo corriendo escaleras arriba hasta que, de pronto, en uno de los descansillos, salen dos hombres vestidos de traje y corbata, con caretas de payasos. Intento entrar en su casa, aunque me dan miedo, pero ellos me agarran con fuerza y, de un empujón, me tiran escaleras abajo. Ruedo tres o cuatro pisos sin poder parar y, cuando me detengo, vuelvo a huir, pero esta vez escaleras abajo, escapando no de los hombres que me han tirado, sino de aquella amenaza intangible, que ahora tengo la sensación que viene a por mi desde arriba. Así que bajo y bajo por la escalera eterna, llamando en todos los pisos angustiosamente, sin llegar nunca al portal. 

 

 

 

 

 

 

"En mi opinión, la vida del sueño se hunde a mayor profundidad que nuestra visión diurna del mundo", escribió el maestro Jünger que, como siempre, tiene casi tanta razón como un santo. El caso es que, tras varios años prestándole una atención obsesiva a mis sueños, ellos me corresponden comiéndose mis noches. En los últimos tiempos, y seguramente por la excelente gimnasia mnemotécnica que supone el hecho de apuntar en libretas los trips oníricos con pelos y señales y también por haber abandonado el consumo de ciertas sustancias que tienen efectos sedantes sobre Morfeo, incluso recuerdo sueños densos, largos y coherentes como "penículas" (que diría la abuela de La Familia Ulises), algunos de los cuales reproduzco en esta entrega que, probablemente, sea la más oscura e inquietante de las tres. Pero, ¿quién tiene dulces sueños en pleno "kali yuga"? Sólo Peter Pan, los Niños Perdidos y El Hombre que Vivía en las Nubes al que cantaron Don Francisco y José Luis, ese que, soñando, subió muy alto... y nunca más quiso bajar. Y, más allá de las nubes, del tiempo y del espacio, meditan los santos, los que ya lo han vomitado todo y, limpios por dentro como patenas metafísicas, viven de espaldas al mundo en absoluta paz y armonía; ellos, en su eterno éxtasis, incluso pueden permitirse el lujo de no dormir y, tal vez, dejar de soñar. Pero yo que, de momento, sigo siendo humano (¿demasiado humano?) tengo estos sueños locos, confusos, podridos y turbios. Y aquí quedan expuestos, como humeantes y negruzcos excrementos de mi alma, para los aficionados al "caviar" onírico que frecuenten este distinguido retrete ciberespacial. Sólo pediré un favor a mis coprófagos lectores: que, después de leer, tiren de la cadena y hagan buen uso de la escobilla.

 

 

BAUTISMO DE OXÍGENO

 

"Señoras y señores, estamos flotando en el espacio" (Spiritualized)

 

Estoy en lo alto de un inmenso rascacielos sin ventanas y, desesperado porque no encuentro ni una grieta para poder entrar, salto al vacío sin gritar. Borracho de vértigo, caigo lentamente y, aunque espero estamparme contra el duro asfalto, me sumerjo en un mar que amortigua mi caída. No me ahogo, porque ahora tengo una botella de oxígeno a mi espalda y un tubo metido en la boca. También llevo puesto traje de neopreno, aletas, gafas y todo lo necesario para bucear. Un instructor me acompaña y me guía hacia las profundidades del océano y, a mi alrededor hay más buceadores y buceadoras. Junto a unas rocas veo anémonas, rayas, tiburones, medusas, peces espada y pequeños submarinos. Mi instructor hace el signo acuático de "O.K." y señala cada bicho marino que pasa flotando. Todo es perfecto y claustrofóbico hasta que, haciéndome una seña, con el pulgar hacia arriba, mi Neptuno particular me dice que es hora de subir. Ascendemos lentamente, agitando las aletas, pero nunca alcanzamos la superficie. A nuestro lado, pasa el rascacielos sin ventanas desde el que salté: ahora está sumergido. Seguimos subiendo y subiendo y subiendo. Creo que nos hemos pasado. El océano se ha convertido en cosmos, los peces en planetas, los submarinos en cohetes y nosotros en astronautas perdidos en el espacio. Mi guía no parece asustado, como si todo estuviera previsto. Me indica con el índice que me dirija a un planeta, me empuja hacia él y luego se aleja hacia una luna. Yo floto hacia el planeta y me siento atraído por su fuerza gravitatoria. Cada vez cojo más velocidad y ya no puedo ver y todo pasa rápido frente a mí y me estrello contra una superficie dura y pierdo el conocimiento. Cuando despierto ya no llevo el traje espacial. Estoy en lo alto de un inmenso rascacielos sin ventanas.

 

 

PANÓPTICO

 

"Siempre he odiado la idea de un puñado de gente yendo a un concierto para entretenerse" (Alan Vega)

 

Vivo en un patio de luces, sin techo ni muebles. En el centro del patio, me pongo a hacer ejercicios aeróbicos y, al mirar hacia arriba, veo con horror que, desde cada una de las incontables ventanas que me rodean, fantasmagóricos ancianos me miran fijamente, clavando en mí sus ojos de pez muerto.

 

 

EL ABISMO HÚMEDO

 

"Varias veces dio mi frente contra el duro granito jaspeado" (Vainica Doble)

 

Haciendo novillos, paseo por las calles sin rumbo, disfrutando del vagabundeo hasta que me pierdo y, poco a poco, la urbe se empieza a transformar en naturaleza. Cuando me doy cuenta, estoy en un camino rodeado por campos de belleza galaica. Llego a un enorme precipicio verde que me llama, con enormes rocas ocultas bajo un manto de musgo. Varios domingueros hacen vertiginosos picnics al borde del abismo sin despeñarse por la empinada pendiente. Yo mismo me acerco y varias veces estoy a punto de resbalarme y caer. Así que me aparto: aquí, resulta imposible permanecer en pie. Cuando llego al borde, me vuelvo a dar la vuelta y, al mirar, todo el abismo se ha llenado de agua, transformándose en un gran pantano. Ahora, los domingueros, lejos de ahogarse, nadan y chapotean alegremente. Yo los envidio con locura, mas sólo puedo meter los pies en el agua: no he traído bañador.

 

 

TOYS FOR US

 

"Y al final nadie asoma su trasero a la ventana y lo que ayer era riesgo hoy es carnaval" (Paraíso)

 

Viajo por las calles de Nueva York en un enorme vehículo de dos pisos que es mitad autobús de guiris y mitad fantasmal carroza. Todo va excesivamente lento y tanto el tráfico como la gente se mueven y casi flotan como pompas de jabón. Los coches, viejos y destartalados, parecen viejos juguetes de latón a los que se les estuviera acabando la cuerda. Avanzamos por Times Square y, desde el segundo piso del gran vehículo (que ahora tiene el techo descubierto) veo dos silenciosos accidentes de tráfico a cámara lenta, uno detrás de otro. En el primero, ha resultado herido un perro: sus amos se lo llevan con frialdad mientras la acera se llena de tripas y sangre. Con la procesión por dentro, me avergüenzo de horrorizarme ante la visión de las entrañas del animal, mientras mis compañeros de viaje y los dueños del perro parecen indiferentes. Seguimos adelante y, caminando por la otra acera, veo a las víctimas del segundo accidente: es una familia numerosa que arrastra a su mascota herida por una cuerda. La mascota es un híbrido entre caballo y perro que tiene algo de grotesco juguete del siglo XIX. La parte de atrás del animal ha sido castigada por el choque y está abierta, así que puedo ver claramente sus espectaculares entrañas: sangre, bilis, riñones, pulmones, corazón, órganos viscosos que se han mezclado en la mitad trasera del caballo-perro, juntos y revueltos en un viscoso amasijo. El caballo está inmóvil y avanza sobre sus ruedecillas: no parece sufrir. Una niña, la más pequeña de la familia numerosa dueña del caballo-perro, se ríe de la desgracia de su propia mascota, señalándolo con una mano y pinchándolo con una pajita en la zona herida con la otra. Entonces comprendo: el animal no deja de ser, en el fondo y pese a sus tripas, un simple juguete roto.

 

 

ARRIBA Y ABAJO

 

"Pero, ¿por qué ustedes están tan firme y solemnemente convencidos de que sólo lo normal y lo positivo, en una palabra, tan sólo la prosperidad resulta beneficiosa para el hombre?" (Fiódor Dostoievski)

 

Es Navidad y estoy en mi hogar gallego. Mi hermana y yo subimos y bajamos de un piso a otro cargados con manjares y regalos. Lo metemos todo en bolsas para irnos a pasar la noche al bosque, con unos monstruos que viven allí, pero no nos parece raro y nos resignamos porque todos los años lo hacemos. Vivimos en dos pisos: en el de arriba se desarrolla nuestra vida tal y como hubiera sido si nuestro padre no hubiera muerto y en el de abajo transcurre nuestra actual existencia. Cuando subo a coger los últimos paquetes, veo fugazmente a mi yo del segundo piso y pienso que, en el fondo, no somos tan diferentes. Cierro la puerta y monto junto a mi hermana en el ascensor, donde nos encontramos con una espectacular vecina, alta y rubia, que está de espaldas. Al entrar nosotros, ella se da la vuelta y veo que se trata de mi primera novia madrileña, pero ella no parece recordarme. Se baja y llama a la puerta del segundo piso. El ascensor se cierra lentamente, pero aún consigo ver como mi yo del segundo recibe a la chica con un fuerte abrazo. Mientras el ascensor baja, sufro una erección.

 

 

 

STRAWBERRY ANGST

 

"Y créanme cuando les digo que es horrible tener miedo al mediodía, bajo un sol resplandeciente" (Cornell Woolrich)

 

Junto a un mal amigo, perpetro una serie de sádicos asesinatos. Son crímenes chapuceros, sanguinarios, salvajes e inútiles. Es matar por matar. Al principio todo resulta bastante irreal: mato como si estuviera viendo un DVD alquilado que sé que mañana voy a devolver. Los crímenes me parecen algo ajeno, visto desde fuera. Pero luego me implico más y más y todo se vuelve dolorosamente realista. Matamos con armas blancas: cuchillos, puñales, navajas... y nos ensañamos con los cuerpos aún calientes, destripándolos por completo. Tengo la sensación de que empezamos con peregrinas excusas (como librarnos de gente que nos podría traer problemas en el futuro), pero ahora matar se ha convertido en una mala costumbre tan difícil de abandonar como la nicotina. Matamos en el pequeño y oxidado taller en el que también vivimos, durmiendo en dos diminutas camas gemelas. Matamos muchas mujeres, algún hombre y también policías que vienen a husmear. Liquidamos sin dudarlo a algunos amigos que nos empiezan a aburrir o a caer mal. No escondemos los cadáveres: los vamos amontonando en una pila de muertos que ya tiene unas dimensiones considerables. En nuestro taller del crimen reina un ambiente sórdido, rancio y pesado, pero nunca huele mal. Cierto día llega al taller un policía que se pasa de listo y está a punto de ver nuestra pila de cadáveres, así que mi amigo lo agarra y yo le clavo un berbiquí en el estómago hasta que muere. Rematamos la jugada con un cuchillo de carnicero y una sierra de carpintero. Inmediatamente después, dos amigas vienen a curiosear y nos sorprenden empapados en sangre, así que también tenemos que matarlas, clavándoles cuchillos por todo el cuerpo hasta que mueren sobre dos charcos rojos. Acto seguido, enloquecidos como animales, sacamos sus entrañas y jugamos con ellas y, finalmente, arrojamos los cadáveres destripados a la pila. Vuelven a llamar a la puerta y, al abrir (horreur) vemos que son otra vez las chicas que acabamos de matar. Mi amigo sale corriendo a la calle y se escapa. Yo, comprendiendo que no podemos volver a matar a unas víctimas ya asesinadas y teniendo por seguro que nos van a denunciar, me escapo también, en dirección contraria a mi amigo. El va calle arriba y yo calle abajo. Voy corriendo, corriendo como un loco y cruzo una carretera y paso un colegio y me caigo y me vuelvo a levantar y sigo corriendo y escapo y no sé por qué pero sé que las muertas vivientes ya me han denunciado y los polis han visto la pila de cadáveres y ya estoy en busca y captura. Y corriendo llego al campo, a un campo de fresas rodeado de casas que atravieso reptando como una serpiente, mientras el agua de los regadíos metálicos nos ducha, a las fresas y a mí. Arrastrándome paso junto a un pueblo pequeño y tengo miedo y me escondo en un bosque que hay al final. Desde allí, oculto entre la maleza, esquivando los rayos de sol, percibo pensamientos hostiles y escucho susurros y voces que hablan mal de mí y describen lo que me harían si me cogieran. En el bosque, entre pinos y hierbajos, tirado en el suelo, no soporto el terror y la incertidumbre. Así que saco un sacacorchos del bolsillo y con él me corto las venas de arriba a abajo, tan chapuceramente como antes he matado, rezando para morir antes de que me pillen.

 

 

TWENTY FOUR HOUR PARTY PEOPLE

 

"La cosa más temida no es la muerte, sino ser olvidado" (Shiori Kitano)

 

Estoy solo en una descomunal fiesta que se celebra en una gran explanada de cemento gris, muy iluminada por focos halógenos y pantallas de video digital. Hay miles de invitados, hablando, bailando (aunque no se escucha música alguna) y sin parar de reír, bebiendo litros de alcohol que manan de fuentes de metal. Pero yo estoy tenso e incómodo. Conozco a la mayoría de las personas que me rodean, sin embargo ellas me ignoran como si fuera completamente invisible y mis repetidos intentos de entablar conversaciones son del todo infructuosos. Cada vez más nervioso por lo absurdo de la situación, decido irme a mi casa y camino hacia la salida, pero no veo puertas y sólo hay altísimas verjas de hierro oxidado que culminan en retorcidas alambradas. En cada esquina, una torreta de vigilancia con  soldados que apuntan a los invitados con ametralladoras, mientras pantallas de video digital escupen mensajes subliminales de sexo, lujo, droga y diversión. Desesperado como una rata ciega en un laberinto de laboratorio que ha vislumbrado a los científicos locos, sigo intentando escapar, bordeando la explanada, pegado a la verja, una y otra vez, mientras las risas y el murmullo de la gente aumentan.

 

TAURO

 

"Na escola  non se aprende. Mamá sempre tarda" (Yolanda Castaño)

 

Me voy a vivir con mi novia a una casa de escasos metros cuadrados, con una habitación, un saloncito, una cocina y un baño; pero por todas partes hay portales hacia otras dimensiones que convierten la casa en un espacio con infinitas posibilidades, lleno de puntos de fuga y escondrijos invisibles. Mi novia y yo no podemos salir nunca de la casa... por la puerta de la calle, claro. Una criada, increíblemente hermosa y aristocrática, nos hace los recados, la limpieza y la comida. Mientras mi novia está en el baño, secándose el pelo, aprovecho para coger a la criada y, abriendo un portal hacia otra dimensión que nos deja a años luz del baño, aunque sin salir de la habitación de al lado, la penetro sobre el lecho conyugal, mientras le cubro la cara de besos y la amo como sólo se puede amar a una madre incestuosa.

 

 

DECADENCIA LETAL

 

"Incluso los gatos se ocultan cuando la muerte se les acerca, para que nadie los vea morir"  (Yukio Mishima)

 

Estoy en Maspalomas y paseo solo por el bulevar intentando digerir una cena pantagruélica cuando un gato sale del mar, saltando como un pez, y se encarama a la pequeña muralla que me separa de las rocas. Yo lo miro y lo llamo y él me sigue, pero guarda las distancias. Camina a un metro y medio de mi y, cuando ya llevamos varios minutos andando, trazando dos líneas paralelas invisibles, me pregunto si me está siguiendo o, por el contrario, soy yo el que lo sigo a él. En cualquier caso, caminamos despacio: él por precaución y yo porque estoy descalzo y tengo los pies hechos un Cristo, llenos de heridas que me pican y me duelen mucho. Al pasar junto a una farola, la luz ilumina al gato y veo que ha cambiado: se diría que ha perdido brillo, audacia y agilidad. Seguimos andando entre tinieblas, la silueta del felino y yo, y al pasar por otra farola, veo que está aún más estropeado, que ha perdido pelo y ha ganado peso. Así, de farola en farola, el gato va  desgastándose, abotargándose, envejeciendo y desfalleciendo. Al llegar a la última farola que hay, antes de mi hotel, el gato es prácticamente un esqueleto recubierto por un fino y macilento pellejo, que se arrastra a duras penas y, finalmente, se desploma muerto debajo de un banco de piedra. Con una mezcla de pena y repulsión, subo las escaleras que conducen a mi hotel y meto la tarjeta para abrir la verja exterior. Paseo bajo la suave luz de las lámparas exteriores del hotel, entre campos de minigolf, piscinas en forma de riñón, exóticas flores y céspedes y aspersores y cada vez me siento más cansado. Me duele todo, voy lento y veo poco: me cuesta encontrar mi habitación. Cuando por fin llego, meto la tarjeta en la ranura y todas las luces se encienden a la vez. Sin fuerzas para apagarlas, me desplomo en la cama y me veo a mi mismo en el espejo que hay sobre ella, en el techo. A juzgar por mi aspecto, tengo unos 60 años y me quedan tres telediarios. Aún sabiendo que, con toda seguridad, amaneceré muerto, no puedo evitar dormirme. Y entonces me despierto.

 

 

 

EL SUEÑO DE LA CASA DE LA BRUJA

 

"Tal vez salga tanto para estar menos solo" (Ron Jeremy)

 

Estoy en mi casa, trabajando. Me levanto un rato a descansar y me encuentro en el salón a dos viejos conocidos, noctámbulos empedernidos que no veo desde los años 90. Les digo que estoy muy ocupado, pero ellos me arrastran en su vagabundeo por calles y parties. De fiesta en fiesta, la noche se nos va de las manos y, no sé cómo ni por qué, amanecemos en el extrarradio, desayunando Phoskitos en casa de unos sudacas. Decidimos dormir un poco ahí antes de volver al centro y una dominicana fea y malencarada nos acomoda, a mis dos amigos y a mi, en una pequeña habitación, cada uno en un mugriento catre. Pese a lo inquietante de la situación, me estoy quedando medio dormido bajo los efectos del alcohol y la ketamina... cuando veo que uno de mis amigos fornica en silencio con la horrible sudaca, que grita como una bestia en celo. Pero, antes de rematar la faena, mi amigo se levanta y se va corriendo, dejando a la dominicana a medias: dice que se va a dormir a su casa. La sudaca me mira y salta hacia mi cama, me magrea el paquete mientras me lame y me muerde por todo el cuerpo. Yo intento apartarla de mi, pero no puedo con ella, que se restriega contra mi entrepierna, y me pide que la folle con horribles susurros. Yo me resisto pero ella me saca la polla y la engulle hasta que se pone dura. Luego se pone encima y se sienta sobre mi rabo, moviendo el coño salvajemente, mientras escupe y se retuerce los pezones. Muy a mi pesar, mi pene sigue duro: no se encuentra nada mal en ese agujero maloliente pero húmedo y acogedor. Pero, a mitad del polvo, empiezo a sufrir dentro de la bruja: su conejo huele, pincha y duele. Saco mi polla, que sangra por el roce de las púas vaginales, y consigo sacarme de encima a la sudaca, pero ella se pone hecha una fiera y me dice a gritos que, follemos o no, le pague por los Phoskitos que me he comido antes. Le doy el dinero que llevo encima (calderilla que no llega a sumar un euro) y ella se enfada más y dice que le debo uno y medio y me vuelve a saltar encima. Yo le doy otro empujón y me voy de la casa cerrando todas las puertas que voy atravesando. Salgo a la calle medio ciego, tambaleante y con el pito dolorido. Vagabundeo por las asquerosas aceras del extrarradio hasta llegar a una boca de metro. Entro y veo una amplia y mugrienta estación. Pero algo va mal y, según voy caminando, la estación mengua. Yo me deslizo nerviosamente por sus estrechos y claustrofóbicos pasillos y, un poco para atajar y un poco por miedo a morir aplastado, me subo a una diminuta rampa eléctrica de hierro oxidado que me eleva (echando chispas y chirriando) hasta la vía que me corresponde, que es pequeña y oscura. Hay una hilera de tres asientos de plástico naranja que cuelgan sobre la vía del tren y, en ellos, están sentados una mujer y una niña. Ocupo el tercer asiento y la fila se dobla hacia atrás, de manera que casi nos caemos sobre la vía. A duras penas me encaramo al borde del andén y rescato a las hembras justo a tiempo, porque ya llega el metro. Lo cojo. El viaje es lento, incómodo y ruidoso: el roce de las ruedas de metal contra las vías vomita un geiser de chispas del tamaño de fuegos artificiales, el tren se mueve en todas las direcciones, como una vieja atracción de feria, y los viajeros nos tenemos que agarrar con todas nuestras fuerzas a las barras y asientos. Al llegar a casa comprendo, horrorizado, que se me ha olvidado algo muy importante en casa de la sudaca: debo volver al lugar de los hechos, pero esta vez no hay viaje y ya estoy allí. Uno de mis amigos todavía duerme en la habitación plagada de cucarachas. Ni rastro de la sudaca. Yo empiezo a revolver todo buscando lo que es mío pero no lo encuentro así que, como si fuera un registro policial, pongo la habitación patas arriba, rompiendo objetos y abriendo cajones violentamente. De pronto, me fijo que sobre una mesa camilla hay varios CD's piratas de Suicide, así que los robo para equilibrar la balanza y, bastante satisfecho, abandono la casa con el botín a cuestas. Me doy mucha prisa por miedo a que vuelva la bruja sudamericana.

 

 

EN LA ARDIENTE OSCURIDAD

 

"Busca la luz" Fórmula V

 

Estoy encerrado solo en una casa demodé y desordenada en la que intuyo presencias extrañas e intangibles. Se va haciendo de noche poco a poco y yo me voy sumiendo en las tinieblas porque no puedo encender las luces. Desesperado porque el sol está a punto de ponerse, manipulo los pilotos y los controladores de la luz, pero, por alguna razón que desconozco, no funcionan. Pienso con horror en la nochecita que me espera, largas horas de insomnio encerrado a oscuras con esas presencias flotando en el ambiente, y subo las persianas para exprimir los últimos rayos de luz solar. Pero las tinieblas siguen avanzando inexorablemente, como mi pavor ante la noche oscura. Y cuando el sol está a punto de desaparecer por completo, vuelve la luz y yo siento una profunda decepción: la echaba de menos, mas no recordaba que fuera tan amarillenta, temblorosa y débil.

 

POST COITUM

 

"Sigues siendo un niño: lo único que te ata a la sociedad y a la naturaleza son las mujeres" Pierre Drieu La Rochelle

 

Estoy en la buhardilla que habité durante dos años, en el barrio de Argüelles, con una compañera de trabajo, follando salvajemente sin que haga falta hablar. Lo pasamos bien pero, cuando ambos estamos satisfechos, siento me embargan la melancolía y el remordimiento. Me doy cuenta de que estoy enamorado de otra chica y, tras echar a la anterior, aparece mi amada y nos desnudamos, pero la cosa no resulta: aunque es aparentemente hermosa y fascinante, también es relamida y quisquillosa con el sexo: así, desnuda diciendo que no a ciertas prácticas fetichistas, me parece tonta y vulgar. No sabemos que hacer, vagamos desnudos por la buhardilla, que se desmorona como mi erección: sus paredes se descascarillan y cuando han pasado pocos minutos está en ruinas, con las vigas oxidadas al aire y el cielo azul como techo. Entonces ambos desaparecemos, separándonos, y yo me materializo en mi actual domicilio junto a la Plaza Mayor. Pero aquí las cosas no están mucho mejor: el edificio está en construcción y se va haciendo solo, leeeentameeeeeeente. Como todo está patas arriba y aparecen paredes de la nada que destrozan el suelo y provocan derrumbamientos de techo, salgo al balcón y me agarro a sus rejas de hierro, pero aparece un andamio, pierdo el equilibrio y todos, andamio, balcón y yo, nos caemos sobre la calle y sus peatones, en medio de un gran estruendo metálico.

 

 

 

Dedico esta cuarta entrega onírica a los sueños sagrados, aquellos que no podemos revelar a nadie excepto a nuestro maestro espiritual... en el caso de que lo tengamos. Así, zanjaré esta enigmática cuestión con una explícita cita de Jünger, cuya vasta sabiduría lo mismo vale para un roto cósmico que para un descosido metafísico:  “Ciertos sueños no es posible anotarlos. Nos llevan a tiempos anteriores a la Vieja Alianza y ponen al descubierto la salvaje materia primordial de la humanidad. Es preciso callar lo que en ellos se ha visto”.