Mejor darse al coleccionismo



Martina Uwe oteando el patio





Frederic (o Federico) Marès fue un escultor de calidad, así, en general, con perspectiva totalizadora de su obra, más bien prescindible. Esta opinión no es versada, sí versátil, pero podría argumentarla si el cometido de esta pieza fuera el trabajo de este hombre contra el que, por otro lado, no tenemos nada. Lo que me interesa de su biografía es su coleccionismo bulímico. El palacete en el que se muestra su legado, casi anejo a la catedral barcelonesa, muestra un hambre desmedida por coleccionar casi cualquier cosa: teatrillos, dioramas, panoramas, espabilavelas, tijeras, clavos (¡clavos!), cajas de cerillas, papel de fumar, abanicos, puñetas, bicicletas, vitolas, llaves, armas de fuego… pero háganse una idea: no es que tuviera un puñadito de esto, de lo otro, de lo de más allá, no. ¿Llaves? Una habitación llena. ¿Clavos? A cientos. ¿Abanicos? Trescientos pares. Lo cual me lleva a pensar que, además de un caudal inagotable de parné con el que ir saciando su avidez inverosímil, habría necesitado una cuadrilla generosa de diletantes de sus antojos, capaces de tejer una red de atentos informantes y negociadores que le acharan una mano.

Hay quien coleccionada «amigos» en CaraDeLibro, con una codicia insaciable; quien atesora berrinches (Feijóo, cada vez que no se sale con la suya que suele ser casi siempre), quien amontona boutade o exabruptos (Ayuso, sí, pero también el recién ministeriado Puente).

También encontramos el perfil de quien se embarca en repertorio de discusiones bizantinas venidas a menos (al fin y al cabo, las disputas aludidas se jugaban el alma). Por ejemplo, esta cuestión candente y trascendente y cadete de primera de la canción de Eurovisión. Qué tiempos en los que la música sonaba en directo en el Festival y no se requería ser gimnasta o circense para participar. «Zorra». Así se titula el tema con el que España concursa. Ah, qué delicadeza, qué prestancia. Qué vuelo de altura. Ahora resulta que hace falta ser un activista para cantar. «Zorra» es una canción mediocre, digna como mucho de las fiestas de barrio en las que lo que se gasta es cierta grasa musical. Pero no. Resulta que es mucho más. Es un alegato feminista. Escucho las carcajadas de Paglia, o Roudinesco, o Kristeva. Seguramente Bathler o Preciado lo respalden. Podrían, incluso, hacer los coros en la canción.

El problema actual (uno de tantos) es la falta de criterio que deviene de un cacumen cada vez más chato. Como no conocemos nada, nos pensamos Adán inventando el mundo. Porque esto de «Zorra» ya lo hicieron cuando había que hacerlo las Vulpes, y aquello le costó el cargo a Tena. Lo recuerdan. Y ahora viene este dúo Pimpinela poligonero, estos Camela de las letrinas a recordarnos que las mujeres «tenemos que empoderarnos» y resignificar la palabra «zorra». Y se apunta el tanto hasta el presidente del Gobierno. Fíjese usted por dónde.

Y aquí seguimos mezclando tipos de ovejas para que la lana cada vez sea más estiércol. Leo en el gran medio de comunicación de los enterados, de los intelectuales, de la gente que está donde tiene que estar ideológicamente, una noticia a propósito de un director de cine. El director, en cuestión, tiene dos películas perversas, interesantísimas. Hay tres mujeres que lo acusan de violación, de sexo no consentido. No tengo la menor intención (porque carezco de la información pertinente) de hacer una defensa de nadie. Pero llama la atención que a ese periódico tan profesional se le haya pasado por alto algo cuanto menos sospechoso. La principal denunciante del caso resulta que invita al director en cuestión a su casa (en el sí es sí, invitar a alguien tu espacio íntimo, ¿no es darle señales de que algo más puede ocurrir y que quieres que suceda?). Suben. El director de cine tiene gustos sexuales digamos diferentes. Le pone la violencia. No de zurrar al otro, sino de brusquedades: agarrar el cuello, ausencia de ternura, etc. Ella trata de zafarse. Él se va. Lo extraño es que denuncie esto cuando volvió a tener relaciones sexuales con el director, esporádicas, pero acontecidas, durante un año y medio después del suceso.

El error, me parece, está en colocar la carga de la prueba en el «sí», porque el sí es lábil, y no siempre sabe lo que quiere, y lo que quiere, además, es muy abstracto, y aunque se sepa lo que se quiere no significa que lo que vaya a pasar se ajuste al deseo. Quien escribe puede desear acostarse con la Garbo, le extiende un sí (un sí entusiasta, rotundo), pero resulta que la experiencia es, a la postre, un fiasco. Pongamos. Quien escribe recibe una proposición sexual de Ingrid Bergman. La verdad, discúlpenme, pero que ni fú ni fa. Hay un sí tímido, por ser vos quien sois, porque, para qué mentirnos, no es mi tipo pero es un tipo, etc. ¿Este sí de alifafe es un sí? Porque si la cosa sale mal, este sí podría ser un no encubierto obligado a disfrazarse de afirmación. Pongamos un último ejemplo. Ava Gardner y yo somos pareja estable y bien avenida. Una noche, tiene ganas de jarana. Yo no, estoy cansadísima (sé que es difícil de imaginar, pero hagan el esfuerzo). Ella entra en faena y se pone al turrón. Y yo me dejo hacer, así, por inercia, un tanto molesta. Y de pronto, en un momento dado, ahí que me ha dado, y me enciendo. ¿Qué clase de sí o no es esto?

Lo único claro, clarísimo, es un no. Que en algún momento de la aventura sexual uno de los dos diga «no». No me pone que me sodomices, o que me agarres el cuello simulando una asfixia, o que no uses preservativo. No. Y punto pelota. Porque el sí, de estos las mujeres sabemos, es muy versátil. Y extraño. Para nosotras las primeras.

Y en esa fiesta de la confusión (de quien apoya a Gaza y al tiempo a Ucrania sin remilgo alguno), también encontramos quien respalda el derrocamiento del patriarcado (todas) y el «derecho» a la prostitución. Porque ahora resulta que la prostitución, así como la conocemos todos desde tiempos inmemoriales, ya no es prostitución sino «trata» a secas. Como si no existiera, por el hecho de utilizar dos palabras distintas, conexión alguna entre ellas. Lo cual es ridículo. Sabemos que el 95 por ciento de la prostitución se ejercita contra la voluntad de quien la ejerce. Y sabemos que, puestos a ser exquisitos, la prostitución apuntala este sistema patriarcal. También sabemos que hay un mínimo porcentaje de mujeres que la practican de manera libre, para sacarse un dinero extra, por placer, lo que sea. Pero es irrisoria la cifra de quienes actúan voluntariamente en este oficio. Así que no me cuenten cantinelas.

Es el signo de los tiempos. ¿Recuerdan ese programa llamado ’59 segundos’? Así nos manejamos. Ante cuestiones tan complejas y acaso irresolubles como la prostitución, la guerra de Ucrania, qué es una buena canción, soltamos un expediente de dos frases (escuchadas aquí o allá) y zanjamos. Al menos las cuestiones bizantinas nos enseñaron la importante del matiz, del detalle. Hoy, todo es brocha gorda. Y así nos va.

Nos daremos al coleccionismo.