COHEN:

EL BURGUES DEL EGEO

 

The elderly passenger travelling to

The elderly songwriter

 

La verdadera visión llega cuando ya no se ve

(Skhen Hui)

 

Dos escenas del Apocalipsis. 1992. Una serie de revueltas consume en la ira del fuego bíblico el centro y el sur de Los Angeles. Drugstores, tiendas e hipermercados arden en llamas. Uno de los asistentes, entre escéptico e indiferente, comenta “desde mi balcón podía ver cinco grandes incendios. El aire era espeso por las cenizas. Después de haber estado escribiendo sobre todas estas cosas desde hace tanto tiempo, no fue una gran sorpresa”.

Primavera de 1993. Suena el teléfono de una habitación en Los Angeles. Alguien al otro lado de la línea pregunta por la integridad física de su interlocutor tras el terremoto que sacude la ciudad. “Bueno –contesta la voz–, estaba en un centro de meditación budista. Fue hermoso. Nadie perdió la posición”.

Estamos hablando de Elieser Nehemiah Kohen, “el que oficia”, nacido en el año 5695 del mes de Tishri, y quizá también por ello viejo como el mundo. Es un ha-kohen, un representante de Dios y administrador de la Ley. Muchas veces se revolvió heréticamente contra esta condición. Estamos hablando de un hermoso vencido. De un raro judaísmo (véase la sorna con que habla de la generación de Dachau en uno de sus versos), de residencias en la Cuba castrista, de la Grecia adusta en sus jirones que miran hacia Oriente. De imaginería mitológica o de sensual religiosidad judeocristiana, cuya prosapia hebrea se remonta a importantes figuras rabínicas de Lituania. Lo encontraréis en alguna avenida húmeda de Montreal o en un café de Crenshaw. Acepta dinero de los gobiernos, de las mujeres, de las ventas de poemas y, si se ve forzado a ello, de quienes le den empleo. Estamos hablando, en fin, de Leonard Cohen.

No quiero abordar aquí la carrera completa –vastísima– de Cohen, tanto musical como literaria, sino apuntar algunas impresiones personales sobre un autor del que, recientemente, y en cierto breve lapso de tiempo, hemos visto salir al mercado el que es su último álbum (TEN NEW SONGS, recuperador en parte del tono tranquilo de sus primeras composiciones, como bien se echa de ver ya desde el título), así como un doble recopilatorio: THE ESSENTIAL. Pronto contará con 70 años y quizá su voz, maltratada por la edad y el tabaco, hermosamente quebrada, deje de regalarnos con nuevos poemas musicados que nos hablan del Amor como autodescubrimiento y asidero moral, de la indagación espiritual y de la forja de la identidad en el contexto del sumidero occidental. Una voz auténtica en medio de performers, con una economía de gestos que se nos antoja más imperecedera que la escena barroca con que se satura la MTV. I don’t like your fashion business mister.

 

 

¿FOLK?

 

Porque Cohen es también una figura atípica que ha sabido escapar al vórtice de una época azuzada por beatniks, poemas de Ferlinghetti o Corso, folksingers, janisjoplins y dylans varios y guitarras que llamaban a la puerta del cielo con más sorna que aplomo. Cohen es pues un superviviente. Que no es poco. Y es atípica porque sólo con salvedades podemos ubicar la figura de Cohen en el contexto del renacimiento folclórico canadiense, aunque podría caber en el menos estrecho folk americano. Entre ambas manifestaciones, estadounidense y canadiense, se encuentran aspectos esenciales del folclore que en buena parte les es común: la impronta de la balada anglosajona, lo marítimo pero también la tierra en la temática de las composiciones, la importancia del “bosque” –los lumberjacks–, los indios nativos, así como el marchamo de los colonos italogriegos en su paso efímero por Canadá antes de su posterior y definitiva emigración hacia EE.UU. o su integración con pérdida de perfiles propios en la comunidad anglosajona. Si bien existen algunas diferencias, como la casi total ausencia de población negra en el septentrión del continente, lo cual despoja al folk canadiense de cualquier asomo de blues, así como la desaparición de la población india. El predominio blanco ha motivado en la cultura musical autóctona un auge importante del country (ahí el éxito de Gordon Lightfoot –con sus arreglos nashvilianos– y de Johnny Cash). Elementos todos extraños al universo coheniano.

La ausencia de voz de las minorías étnicas da la justa medida del importante auge del folclore quebequés, alimentado en buena medida por la cultura popular francesa, y que ha sido el soporte cultural de su independencia (los “chansoniers” de Quebec como Félix Leclerc, Claude Leveillée, Robert Charlebois o Raymond Levesque). Todo ello lleva a pensar que no existen un folk americano y otro canadiense, sino uno específicamente quebequés, a pesar de lo cual podríamos hablar de Cohen y Joni Mitchell como los representantes más importantes del sedicente folk de Canadá.

Sin embargo la relación de Leonard Cohen con el folk está lejos de ser clara, si es que existe alguna, pese a que en un primer momento cobró fortuna su retrato y postulación comercial como folksinger, por aquello de la guitarra, el sonido Nashville y unas canciones donde lo relevante es el texto para ser “escuchado”. El malentendido viene también por el hecho de haber sido introducido en EE.UU. de la mano de Judy Collins y haber participado en el Festival de Folk de Newport en el 67, así como haber contado con los servicios de Bob Johnston, el productor de Columbia para las obras de Dylan, Johny Cash o Simon y Garfunkel. Pero Cohen nunca ha pedido un lugar junto a los folksingers angloamericanos, y por entonces sólo en «The Butcher» utiliza un tempo de blues a modo anecdótico, dado el sofisticado acompañamiento de sus melodías, pero arropando el conjunto siempre con letras altamente intelectualizadas. A este respecto, el distanciamiento es considerable y evidente si tenemos en cuenta que Dylan, también autodistanciado respecto del folk y renuente a adoptar dicha etiqueta, no existiría sin la balada británica, Woody Guthrie y el blues. Cohen no debe nada o muy poco al folk anglosajón. Y qué caray, porque Dylan dice ser capaz de escribir una canción en quince minutos. Nuestro héroe se jacta de emplear para ello hasta tres años.

Vamos por tanto a centrarnos en su última etapa. «Suzanne», «Sisters of mercy», «The stranger song»… están a disposición de todos en las fonotecas acolchadas de la Metrópoli y en los guarros ateliers de los misfits, para ser degustadas con pausa por aquellos que quieran dotar a sus vidas de una Banda Sonora digna (el fracaso enaltecedor). Eso para quienes habitan otro tiempo. El resto, sírvase enviar al politono papichulo al 7777 y ¡a disfrutar de la subnormalidad ambiental!

 

 

FIRST WE TAKE MANHATTAN (Que dijo Bin Laden)

 

En 1988 tiene lugar el lanzamiento de «I´M YOUR MAN», continuación en parte del camino iniciado en «VARIOUS POSITIONS» en cuanto al empleo de sintetizadores y teclados electrónicos, si bien ahora se viste de una inédita contundencia. Convertido desde el primer momento en un superventas, constituye una revancha para con la industria musical, en parte porque la Sony se había mostrado poco dispuesta a distribuir su disco (de hecho, «VARIOUS POSITIONS», tras el patinazo comercial que supuso su «RECENT SONGS», no fue distribuido en EE.UU. por la compañía -“Leonard, sabemos que eres magnífico, pero no sabemos si sirves para algo” habían sido las bonitas palabras que el presidente de Columbia Records le había dedicado-). La voz adquiere un protagonismo mucho mayor al emplear, como en su anterior álbum, música electrónica y una cuidada elaboración en estudio.

Cohen sorprende a la vez que relanza su carrera musical con una obra insólita. El disco apuesta sin ambages por los teclados electrónicos y los sintetizadores. Resulta impactante el diseño de la carpeta, en adusto B/N y con fotos de Dominique Issermann, más el cover de Sharon Weisz. Cohen es un crooner arrogante, en perfecta raya diplomática y sencilla camiseta, más las enigmáticas sunglasses admonitorias que esconden una afilada urgencia, y un semblante yakuza. La foto está tomada en lo que parece un hangar y da pistas de trapicheo urbanita.

«First we take Manhattan» es un tema rapidísimo, sin dilaciones, a pesar de su duración, un ajuste de cuentas personal de Cohen con su discográfica. “Ellos me condenaron a 20 años de aburrimiento por intentar cambiar el sistema desde dentro. Ahora he vuelto, he vuelto para recompensarles. Primero tomaremos Manhattan, después tomaremos Berlín”. Late a su través una positividad vindicativa, y un signo de autoafirmación artística: “Me amaste como un perdedor pero ahora te preocupa que pueda ganar. Conoces la manera de detenerme pero careces de la disciplina. Cuántas noches he rezado por esto: permitir que mi trabajo comenzara”. Verdadero hit sin aristas, es también un himno de agitación contra la decadencia postmoderna, las modas y el establishment musical de su momento, en pleno derrumbe del edificio pop, así como de otras facetas de historia que se intuyen. El tono apocalíptico que anticipa también el tono general de «THE FUTURE», su siguiente disco, está muy presente en «Everybody knows». La desolación se arrastra como una letanía monótona, con la abotonadura de un laúd macabro. Es la voz de un profeta ecuménico, cuasi bíblico. “Todo el mundo sabe que los dados estaban trucados. Todo el mundo rueda con los dedos cruzados. Todo el mundo sabe que la guerra ha terminado y que los buenos perdieron. Todo el mundo sabe que la pelea estaba amañada: los pobres permanecen pobres y los ricos lo son cada vez más. Así es como funciona. Todo el mundo lo sabe”. No hay esperanza. “Todo el mundo sabe que el barco se hunde. Todo el mundo sabe que el capitán mintió. Todo el mundo siente como si su padre o su perro acabaran de morir”. Aquí Cohen no deja títere con cabeza. La plaga se acerca, y se mueve rápido. ¿El amor? Oh, sí, ese deslumbrante artefacto del pasado. A cada verso una punzada lacerante. Esas palabras (Todo el mundo sabe) tienen mucho de la pintura de Grosz, de colectividades numerarias atrapadas en paisajes urbanos deslustrados y de la especie atropellada, en medio de charlatanes, cabarets y affiches de felicidad normalizada, aunque todo el mundo sabe que el edificio se cae. Y todo esto en 1988, al filo del final de la Historia y la buena noticia del último hombre. En «Jazz Police» late un tono de acuciada persecución orwelliana, un mundo cursivizado por la información y la denuncia. Los coros de Jennifer Warnes y Jude Johnstone peraltan de un aura eclesiástica este tema de nerviosa andadura, con arreglos jazzísticos ad hoc y la seca voz de Cohen como un resorte de enunciaciones ásperas, a la manera de consignas del Big Brother.

El tema que cierra el álbum es el encantador «Tower of song», una torre de la canción que es una nueva metáfora de la condición artística de su autor y su lugar en la música. Una canción de madurez, casi de senectud (“Bueno, mis amigos se han marchado y mis cabellos están grises. Me duelo en los lugares en que solía jugar”). Suena a repaso y venganza para con los compañeros de generación, sobre una base de piano con reminiscencias de música del Sur negro. Y hay también lugar para el humor: “Nací así, no lo puedo evitar. Nacía con el don de una voz de oro (...) Así que puedes clavar tus agujitas en esa muñeca de vudú –Lo siento, nena, pero no se parece a mí en absoluto”. Y la murmuración del Fin se filtra en sus estrofas: “Ahora puedes decir que estoy amargado, pero puedes estar segura de una cosa: el rico tiene sus canales abiertos en las alcobas del pobre. Y el día del poderoso Juicio se aproxima, o quizá me equivoque, ya ves, en la Torre de la Canción se escuchan voces traviesas”. «I can´t forget» tiene el carácter de una despedida, casi testamentaria, de Cohen:  “Te he amado toda la vida y así es como quiero terminarla. El verano casi se ha ido y el invierno se anuncia. Sí, el verano se acaba pero muchas cosas permanecerán por siempre. Y no puedo olvidar, no puedo olvidar, no puedo olvidar pero no recuerdo el qué”.

Ciertas reminiscencias de sonido country & western se dejan ver aquí, como en el patetismo de «I´m your man», indagación sobre los demonios del amor y la humillación a que podemos por él prestarnos. Hay también sitio para el romanticismo, cierto prosaísmo sentimentaloide asomado con sinceridad desarmante en «Ain´t no cure for love». Y de nuevo temas religiosos en torno a la purificación. La cotidianeidad de la vida en pareja, los pequeños gestos, las presencias (pero también las ausencias), y la sensación de insatisfacción (Te llamo, te llamo, pero no lo suficientemente suave. No hay cura para el amor). El otro de los temas más densamente románticos es «Take this waltz», homenaje a Lorca, y el tema de un estilo más disímil respecto al tono general del álbum, también en su gestación (está grabado en París).

Bueno, el disco fue un éxito que llevó a Cohen a recibir el globo de cristal de CBS Records, premio reservado para las estrellas de la compañía. Cohen no pudo resarcirse mejor informando a los directivos del sello que siempre le había conmovido “la modestia de su interés por mi obra”. Cohen envió a todos los responsables de ventas de Columbia un sobre con dos dólares para “ayudar a promocionar su gira”. Una agotadora gira de más de 60 conciertos que pasará una factura física tanto como vocal a Leonard Cohen.

 

 

THINGS ARE GOING TO SLIDE ...

 

Cuatro años después (1992, curiosamente de nuevo un año antes de furiosas precipitaciones históricas) llega «THE FUTURE», continuación de madurez del camino emprendido con «I´M YOUR MAN». Cohen se levanta a las 4:00 AM para acudir a un zendo (centro de meditación de budismo zen) hasta la hora de comer. Luego prepara en su casa su siguiente álbum. La casa es adusta: un cuarto de meditación, diversas estancias pintadas de blanco, con suelo y muebles blancos. La angustia ha sido reemplazada por el Desasosiego, dice. Quizá a muchos les desagrade, como así me consta, el ropaje depresivo con que se envuelven los récits cohenianos. Personalmente, me agrada su carácter de “aguafiestas”, de pávido asistente a las heces del banquete para revestir de rasgos verdaderos la realidad, esa que nadie tiene ganas ni capacidad de ver. Capacidad de trascender. Si en «I´M YOUR MAN», en 1988, hay una inminencia de grandes cataclismos de la Historia –liquidada precipitadamente en 1992, mojón cronológico en el devenir de esta farsa de monos con apenas una mejor conciencia de sí mismos que se ha dado en llamar Humanidad–, «THE FUTURE» es una plataforma más nítida para la exposición de sus ideas, y noticia del KaliYuga. Estoy tentado casi de decir que es una obra política, de una densidad filosófica, con la agresividad venal del panfleto. Pero lo que dice es duradero, y lúcido. Al final los visionarios weirdos dicen mucho y mejor que los talking heads con laca en las 625 líneas de la Verdad Oficial.

El disco gira en torno a dos obras maestras: «The future» (Canción que da título al álbum) y «Democracy». La primera contiene la personalísima visión de Cohen acerca del futuro, irónicamente manifestada en torno a una nostalgia por el totalitarismo y la guerra fría, pero también una denuncia del pastiche, la pose, la mamarrachada postmoderna: “Sucederá la rotura del viejo paradigma occidental, tú vida privada explotará de pronto. Habrá fantasmas, habrá incendios en el camino y el hombre blanco bailando. Verás una mujer colgada del revés, sus rasgos cubiertos por su traje caído y todos los pequeños poetas asquerosos viniendo alrededor intentando sonar como Charlie Manson y el hombre blanco bailando”. Quien esto nos dice es el pequeño judío que escribió la Biblia, claro que un judío heterodoxo (el amor es el único motor para la supervivencia). Late algo del «A Hard Rain´s A-Gonna Fall» dylaniano pero con una severidad confiada exenta de humor y más de vuelta. Y desde el herético apego por la Historia, el slogan de este hereje tan lúcido no es otro que: “Devolvedme el muro de Berlín, devolvedme a Stalin y San Pablo, devolvedme a Cristo o Hiroshima. Destrozad ahora otro feto, no nos gustan los niños de ninguna manera. He visto el futuro, nena: es asesinato”. El contraste entre el tono animado de la canción y las lóbregas viñetas insinuadas nos presentan a un gimnasta del espíritu que anticipa lo que va a venir con mineral lucidez. En tiempo de profanaciones, el nuestro, todo caerá hecho pedazos. Won’t be nothing you can measure anymore.

El otro tema es el monumental «Democracy», irónica exaltación de eso que se ha dado en llamar democracia, sobre una base paródica de pseudo marcha militar, a manera de coda para el país de las libertades. Una democracia que “nos llega desde un agujero del aire, desde aquellas noches en la Plaza de Tiananmen (...) de las guerras contra el desorden, de las sirenas noche y día, de las hogueras de los sin techo, de las cenizas de los gays: la Democracia está llegando a los USA”. El conjunto es una prolija enunciación (Cohen tardó tres años en componer este tema) del espanto. Y llega a América en primer lugar porque es la cuna de lo peor y lo mejor. Sólo allí tienen el surtido y la maquinaria para el cambio.

El desolador «Waiting for the miracle» es una valiente expresión de acabamiento y una voz sin alarma que asiste a los acontecimientos en espera del milagro. Un milagro que, huelga decirlo, no sucederá. Y no queda por hacer nada cuando has sido engañado, nada cuando ruegas por unas migajas. No hay nada que hacer cuando tienes que seguir esperando el milagro. Uno puede muy bien empatizar con el hartazgo de Cohen: “El Maestro dice que es Mozart, pero suena como goma de mascar”. Sin embargo, el milagro, si tuviera por fin lugar, aparece ásperamente decantado. Dice a quien quiera escucharle o abrazar su esperanza “No creo que os gustara, no os gustaría tenerlo aquí. No hay entretenimiento y los juicios son severos”, dice esta descarnada descripción de la Revolución a cargo de quien cree en ella.

El disco mantiene el tono descrito, salvo excepciones como «Closing time», que tiene algo de canción irlandesa y polka, e incide en imágenes y temas religiosos que por supuesto tienen cabida en otras canciones. «THE FUTURE» tiene también un evidente lastre de estoicismo sin fisuras, pues se trata de una obra gestada durante grandes períodos cerca de su maestro Roshi.

Y llegamos por fin al último LP de Cohen, su reciente «TEN NEW SONGS». Cohen está un poco de vuelta, fortalecido por nuevas temporadas de monacato zen y se nos presenta en un tono intimista, en un melancólico desnudamiento que da lugar a canciones estimables. Su música es disciplina en medio de la general convalecencia moderna. El álbum arranca con «In my secret life», una decorosa defensa de la individualidad, de aquello que no puede ser transgredido y que pasa por el respeto a uno mismo frente a las circunstancias, a menudo adversas: “Yo sonrío cuando estoy enfadado, hago trampas y miento, hago lo que tengo que hacer para sobrevivir. Pero sé lo que está equivocado, y sé qué es lo correcto, y moriría por la verdad en mi Vida Secreta”. El tono es digno y deprimente, y barrunta una desesperanza hecha de omisiones y de desesperación ante el entorno, que se expresa en una voz müsiliana, la del hombre moderno sin atributos: “Me muerdo el labio, compro lo que me dicen: desde el último éxito a la sabiduría del viejo. Pero siempre estoy solo y mi corazón es como el hielo y está atestado y frío en mi Vida Secreta”. Los jirones de voz del Maestro son el perfecto aliño del tono patético del conjunto. Mi canción favorita es «A thousand kisses deep», donde late cierto costumbrismo sin alegría (“Convocada ahora para negociar con tu derrota invencible, vives tu vida como si fuera real a un millar de besos de profundidad”). En «That don´t make it junk» Cohen juega con una voz ebria, distorsionada hasta el esperpento, clownesca. “Yo luché contra la botella pero tenía que hacerlo borracho. Llevé mi diamante a la casa de empeños, pero eso no lo convierte en una baratija”, se diría que habla casi con asomos de parodia de Tom Waits. «Here it is», otra excelente canción, es en realidad una oración sobre la evanescencia del amor y su fugacidad, más una hermosa enumeración de las pequeñas miserias y la poquedad de los sentimientos (“Aquí está tu enfermedad, tu cama y tu cacerola, y aquí está tu amor, para la mujer para el hombre”). La voz que habla en «Love itself» suena también vieja, una reflexión sobre el amor al final de la vida y una disertación carrasposa sobre la pérdida del amor. Y nuevas exploraciones sobre motivos religiosos («By the rivers dark» o «The land of plenty», el tema más luminoso), se añaden a otras que pintan el Amor con tonos sombríos y sin triunfo (“Di adiós a Alexandra que se marcha”), como sucede en «You have loved enough», otro tema de belleza devastadora, sobre un hombre despechado que ha amado a la mujer equivocada y los equívocos del Amor, que es lo que amamos. «Boogie Street» es el tema más extraño en el conjunto, apenas peraltado por la voz de Cohen aquí y allá a lo largo de sus arreglos jazzísticos y de claras reminiscencias negras.

Y el hombre del traje se levanta contra el muzak, con su mono y su violín barato, comiendo su banana con aire severo. Y a golpes de kyosaku el mundo se termina por derrumbar.

 

But you´ll be hearing from me, baby,

long after I´m gone.

I´ll be speaking to you sweetly

from a window in the Tower of Song.