CHELSEA DREAMS

Por Dildo de Congost

 

“I am not quite sure whether I am dreaming or remembering, whether I have live my life or dreamed it. Just as dreams do, memory makes me profoundly aware of the unreality, the evanescence of the world”.

Eugène Ionesco.

 

Como la mayoría de los no-lugares occidentales, Nueva York es una ciudad muerta. Hay mucho que hacer: pasear por sus calles, subir al Empire State, visitar Coney Island, cruzar el puente, andar por Harlem… Pero hagas lo que hagas, siempre tienes la impresión de que una multitud ya lo ha hecho antes y no puedes evitar sentirte como una mosca paseando por un cadáver en descomposición. Hace mucho que aquí no pasa nada y caminas por decorados abandonados de películas olvidadas en la trastienda de un videoclub cerrado.

Aquí todo ha ocurrido ya y, por no haber, no hay ni sustos. Todas las guías dicen lo mismo de todos los barrios: “En los 70 y los 80, incluso en los primeros 90, esta era una zona peligrosa, pero ahora se ha revalorizado. Sus calles están llenas de exquisitos cafés y boutiques muy chic y sus casas, antes ocupadas por artistas, han sido transformadas en lofts de lujo para jóvenes y exitosos profesionales”. Dentro de poco, habrá que pagar incluso para que te atraquen de mentirijillas. El presente es muy aburrido y el futuro será igual, pero con menos dinero y más máquinas.

En varios instantes, me asaltan “deja vus” o me da la impresión de estar en Madrid. ¿Es que al final va a ser verdad aquello que dijo Jardiel de que “Nueva York es la ciudad menos parecida a Madrid que más se parece a Madrid”? ¿O será que, como escribió José María Cano, “no hay marcha en Nueva York”? No sé. De lo único que estoy seguro es que el último acto “divertido” perpetrado en la ciudad fue, sin duda, el 11-S, cuando dos aviones castraron para siempre los penes más largos del skyline, dejando a los más altos esfínteres del cielo sin dobles penetraciones.

Como en el resto del mundo moderno, y a diferencia con otras zonas (como las de cualquier país árabe, China, muchas partes del mal llamado Tercer Mundo o cualquier playa o bosque o desierto que aún no haya sido destrozado por mano humana) quedan en Nueva York muy pocos lugares en los que se pueda permanecer sin la agobiante sensación de que has llegado demasiado tarde y que el cuento se ha acabado. Uno de ellos es el Hotel Chelsea, donde tuve el placer de alojarme en mi segunda visita a la Gran Manzana.

 

 

La historia del Chelsea es bastante conocida y lo será mucho más, ahora que Abel Ferrara está preparando una película sobre el legendario hotel, titulada “CHELSEA ON THE ROCKS”. Pero su leyenda es lo suficientemente negra o gris o verde como para atraer oleadas de turistas alternativos: al margen de los artistas que se alojaran allí, sigue siendo un lugar tranquilo, extraño y singular, que invita a la contemplación y a la dispersión, especialmente en épocas de crisis interior o transición espiritual. “A rest stop for rare individuals”, que dice la publicidad de esta, el primer edificio de la ciudad que fue declarado de alto interés histórico y cultural.

La lista de celebridades “de culto” que han pasado por las habitaciones del hotel (en el que no sólo se aceptan huéspedes en régimen hotelero, sino también se alquilan habitaciones o apartamentos por meses, años e incluso décadas) es interminable y llenaría muchas líneas de sombra, así que citaré sólo un top 10 seleccionado entre las que son de mi estricto interés, en riguroso orden de importancia: Nico, William Burroughs, Robert Crumb, Alan Vega, John Cale, Dennis Hopper, Leonard Cohen, Edie Sedgwick, Gore Vidal y Jack Kerouac. Todos ellos vivieron entre estas gruesas paredes.

En cuanto a las obras paridas en este hotel o que están de alguna manera empapadas con su espíritu, destacaría el disco “CHELSEA GIRL” de Nico y “EL ALMUERZO DESNUDO” de Burroughs. El disco de Nico incluye una canción, titulada “CHELSEA GIRLS” (en plural) compuesta por Lou Reed y Sterling Morrison, que se cuela en algunas habitaciones del Chelsea, esbozando con melancolía las vidas que allí llevan un puñado de muñecas rotas, desde reinas del sadomaso hasta perdedoras anfetamínicas: “Aquí vienen, mira cómo corren, aquí vienen las chicas del Chelsea”, canta Nico. El discípulo más aventajado de Nico, Leonard Cohen, tiene una canción que se llama como el hotel, y ha contado cómo, mucho antes de iniciarse en budismo zen, buscó a Brigitte Bardot en los lentísimos ascensores del Chelsea, pero no la encontró y tuvo que conformarse con un patito feo llamado Janis Joplin a quien, en la mentada canción, le canta unos versos bastante agridulces: “Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel, hablabas con dulzura y valentía, haciéndome una mamada en la cama desecha mientras las limusinas esperaban en el hall. Te recuerdo claramente en el hotel Chelsea. Eso es todo, no pienso en ti muy a menudo”.

 

 

Pero, aunque algunos nombres hayan trascendido, la mayoría se ahogaron ya en el olvido: balas perdidas, artistas fracasados y suicidas anónimos que se quedaron en la cuneta del sueño americano, mientras en distintos tiempos pero en ese mismo espacio Warhol y sus superestrellas subterráneas filmaban la oscura película “CHELSEA GIRLS” (1966), Dee Dee Ramone escribía en 2001 su disparatada novela “CHELSEA HORROR HOTEL” (en la que le visitan los fantasmas de Johnny Thunders o Stiv Bators) y Madonna disparaba su obra más venérea y lasciva: el libro de fotografías “SEX” (1992). Todos ellos mantienen vivo el recuerdo del hotel aunque, en el fondo, da un poco igual: también los triunfadores acabarán olvidados cuando el mundo sea un erial y del Chelsea sólo quede un solar plagado de charcos de lluvia radiactiva.

Situado en la calle 23, entre la 8ª y la 9º avenida, el Chelsea Hotel es un edificio viejo e inmenso, que puede recordar a una anciana dama que, pese a estar algo hecha polvo por los excesos, conserva su carisma y su elegancia. Se acabó de construir en el año 1884 como cooperativa de apartamentos, y durante algún tiempo fue el edificio más grande de la city, cuando en Manhattan aún no había rascacielos. En 1905 la cooperativa quebró y el edificio se vendió, transformándose en un hotel barato de 300 habitaciones. Tras la Segunda Guerra Mundial, el inmigrante húngaro David Bard se juntó con un puñado de amigos y compró el hotel a buen precio, convirtiéndolo en un lugar para que los refugiados europeos, que llegaban a la ciudad del Hudson con una mano delante y otra detrás, tuvieran donde caerse muertos. Como en Europa abundaban artistas, músicos y escritores, poco a poco el Hotel Chelsea se fue transformando en un asilo para seres “creativos” (por llamarlos de alguna manera), tanto de Europa como de Estados Unidos. El hijo y el nieto de David Bard, Stanley y David, continuaron la tradición, ejerciendo una suerte de mecenazgo sobre los inquilinos del hotel, que vivían al día y muchas veces se tiraban años sin pagar ni un centavo. La dirección era muy comprensiva y no sólo sabían esperar, sino que respetaba rigurosamente la intimidad de los huéspedes, por más gritos y ruidos que se oyeran. Las paredes del Chelsea no tienen ojos ni oídos. Por eso, grupos tan escandalosos como los Stooges pudieron ensayar, componer y hasta grabar aquí varias canciones. Y por eso Sid pudo matar tranquilamente a Nancy.

Hoy, tras la jubilación de Stanley, la dirección del Chelsea ha cambiado y amenaza con poner de patitas en la calle a todos los morosos. No es extraño, pues, que de algunas ventanas del hotel cuelguen carteles que exclaman: “¡Que vuelvan los Bard!”  Pero la tacañería de los nuevos directores tiene su lado positivo: las reformas son, por el momento, mínimas y el Chelsea conserva todo su arcaico y decadente esplendor. Por poner un ejemplo, el cartel de neón del hotel tiene cuatro letras fundidas por uno de los lados, de manera que, por la noche, cuando se encienden, reza “HOTEL SEA”, o sea, “Hotel Mar”. Y es cierto que el Chelsea es un mar de cuadros y habitaciones y lámparas que nunca se apagan y extraños personajes que vagabundean por los pasillos como almas en pena que no descansan en paz.

 

 

Nono y yo nos alojamos en el octavo piso, habitación 818. Compartíamos el baño con una pareja que dejaba la bañera a medio llenar y manchas de sangre en la taza del váter. Para llegar al servicio, había que recorrer un siniestro corredor lleno de puertas, lámparas y cuadros. En la habitación, de altos techos y amplia cama, había un lavabo que eructaba por las noches, un ventilador averiado y un cuarto ropero cuya puerta se abría sola. Nada funciona bien aquí y eso te transporta a otros tiempos, cuando las cosas se tomaban con más calma y todo tenía una capa de polvo. La ventana, que daba al sur, y podías abrirla hasta donde quisieras, para sentarte con las piernas colgando y contemplar el océano de asfalto y los patios interiores de edificios llenos de colillas naranjas, calcetines sucios o latas de Coca Cola.

Justo en el edificio de enfrente, repleto de pequeñas ventanas, vi un día a una chica triste que fumaba un cigarrillo mirando al abismo de cemento, con los cascos del iPod puestos, tal vez escuchando “THE FALCONER”, como yo, quizás pensando en tomar el atajo del suicidio. Al final, no se atrevió y volvió a entrar, como dándose una penúltima oportunidad. Siempre es la penúltima.

Yo también entré y salí de la habitación, para deambular por las escaleras y los pasillos llenos de cuadros multicolores y de puertas cerradas. Un día, había una abierta y pude echar un ojo a un apartamento de un inquilino permanente, paseando la mirada por un caos absoluto de estanterías llenas de libros y discos y objetos raros, un desorden infernal que sólo podría ser obra de un enfermo terminal de síndrome de Diógenes. Otro día, me encontré una puerta inesperadamente cerrada con candado: intenté bajar al mítico bar del Chelsea a tomar una copa y no se podía pasar. Al parecer, los nuevos dueños lo han vendido y ahora es un club pijo, con unos gorilas en la puerta que meten miedo y unas copas con precios que quitan el hipo y la sed. Mejor volver a la cama, para dormir y sufrir retorcidas pesadillas que alimenten el dildódromo. Pocos lugares son tan buenos para soñar raro.

Los inquilinos del Chelsea son de pocas palabras. Hola y adiós. Es un lugar donde nadie pregunta ni responde y es preciso pasar una larga temporada ahí para llegar a conocer realmente a alguien. Un día te cruzas con un hombre delgado con abrigo y sombrero que parece escapado de un tebeo de Dick Tracy, otro día con dos roqueros adolescentes , más tarde te cruzas con la limpiadora negra, que masculla un “hello” sin apenas mirarte, a la mañana siguiente, en la salita de recepción, un viejo beatnik con media cara paralizada y picada por la viruela y una boina negra escribe en un portátil, una pareja formada por un viejo profesor bohemia y una alumna “barely legal”… Todo da igual, aquí nadie te va a hacer preguntas incómodas. Aquí se da por supuesta la máxima de Crowley de que “todo el mundo es una estrella” y se supone que las estrellas tienen derecho a divertirse y a aburrirse, a vivir y a morir como les de la real gana.

 

 

Del resto de los actuales inquilinos del Chelsea, me enteré por un coffee table book que leí durante mi estancia en él: “INSIDE THE CHELSEA HOTEL” (PowerHouse), que incluye una selección de imágenes de la fotógrafa Julia Calfee, que vivió cuatro años en el Chelsea. En el prólogo, Julia describe perfectamente la esencia del hotel: “Llega un momento en nuestras vidas en el que las cosas simplemente se terminan, bien por muerte, divorcio o bloqueo. El Hotel Chelsea es un auténtico refugio para esos tiempos vacíos. Aquí es posible emborracharse, drogarse o desahogarse a gritos del dolor de vivir, y estar seguro que nadie te criticará ni llamará a la policía. Es un lugar donde el exceso es bienvenido, donde la psique puede ser aniquilada o resucitada”.

Lo más interesante del libro de Julia, es que no relata por enésima vez la muerte de Nancy, ni glosa la visita de Dylan, ni habla de celebrity alguna. Se limita al aquí y ahora, pasando revista a algunos de los actuales inquilinos del Hotel Chelsea. Si obviamos a viejas glorias como el director de cine Milos Forman o Victor Bockris (biógrafo de Burroughs, Cale, Warhol, Patti Smith y demás ratas del Chelsea), hoy en día los habitantes de este hotel son seres anónimos, aunque sigue habiendo visitas de rock stars nostálgicas que, como quien va a Lourdes, se acercan al Chelsea en busca del talento perdido.

Julia da en el clavo cuando afirma arrebatada que “yo no elegí al Chelsea; fue el Chelsea el que me eligió a mí”. Algo de eso hay: el hotel es como una vieja telaraña situada en mitad de Manhattan que, en un momento dado, te atrapa en su fascinante laberinto de claustrofóbicos pasillos. Julia retrata a algunas de las moscas humanas que ahí se mueven. Moscas como Stormi, una extravagante señora de 86 años que lleva más de cuatro décadas sobreviviendo en el Chelsea, contemplando cómo pasan las modas y como desfilan ante sus ojos puñados de beatniks, punks, bohemios o pijos; las generaciones van pasando de pantalla, pero ella sigue ahí, como una maestra de escuela underground. Moscas como Jean, una comisaria de exposiciones de artistas emergentes que tiene las paredes y los techos de su habitación forradas con estrambóticos sombreros y se tira en el suelo a contemplarlos para relajarse. Moscas como Sally, redactora de la revista Vogue, siempre ocupada con sus fiestas chic, mientras su marido (un escritor irlandés) juega al golf en el pasillo. Moscas como el anónimo inquilino que saltó por el abismo de la escalera del Chelsea, destrozándose la cabeza con el pasamanos y poniendo perdidos dos o tres cuadros. Moscas como Eric, que vivió unos meses en una de las dos mitades en las que se ha dividido el viejo apartamento del escritor Thomas Wolfe: Eric era un tipo normal, con su impecable traje de oficinista y su aspecto de hombrecillo gris que, cada noche, cuando regresaba del trabajo, se sumergía entre gritos y lágrimas en un infierno de soledad y desamor; cuando estuvo curado, se largó con viento fresco. Moscas como Charles, un fotógrafo erótico que hace auténticas orgías en su habitación y luego publica las imágenes en libros de lujo. Moscas como Bonnie, una fumadora empedernida cuyo cuarto se quemó; ella lloró como una Magdalena pensando que era culpa de sus colillas y, al final, resultó ser cosa de los viejos y chispeantes enchufes del hotel. Moscas como Norman, uno de los afortunados inquilinos de los áticos del hotel, que tiene una verdadera selva en su porción de tejado, donde suele fornicar con sus amiguitos. Moscas como Robert, un pintor solitario que desaparece durante meses en su apartamento y, el día menos pensado, reaparece en el hall, embadurnado de pintura, con su cuadro recién terminado. Moscas como Michael, un auténtico vampiro emocional que se alimentará de tu energía si consigue atraparte en su cueva para contarte sus penas y dolores. Moscas como Daniel, un galerista que transformó durante tres días el Chelsea en un verdadero manicomio, con locos de atar vestidos con camisas de fuerza, enfermeras siniestras y doctores chiflados (“en un mundo completamente cuerdo, la locura es la única forma de libertad”, dijo Ballard). Moscas como Rose-Wood y su triple vida: durante el día dirige un centro de meditación y una oficina de restauración de viejos muebles y por la noche es bailarina de burlesque. Moscas como April, propietaria de una peluquería de vanguardia que monta algunas de las fiestas más salvajes y peligrosas del Chelsea; si no te invita, siempre puedes intentar colarte. Moscas como Victor, Nicolaia o Justin, algunos de los fantasmales niños que, como las gemelas de “EL RESPLANDOR”, te pueden dar un susto de muerte si te los cruzas en un pasillo, montados en sus juguetes rotos. Moscas como Toby, un galgo encapuchado (dato importante: en el Chelsea hay una ley no escrita que dice que debes saludar antes a las mascotas que a sus dueños). Moscas como los dos pájaros finos que viven en la novena planta, junto al apartamento que en su día ocupó Virgil Thomson, ahora vacío. Moscas como las cucarachas, ciempiés y demás insectos que corretean por los suelos y paredes y se esconden, como temiendo la aparición de un hombre de A.J. Cohen que grite “Exterminador! You need the service!” y luego gasee la zona con su spray letal.

Todas estas moscas, de raras subespecies en peligro de extinción, forman parte del Chelsea Hotel, un lugar donde, según en la habitación que entres, te puedes encontrar con un palacio o una celda, con una patena o un estercolero. Tras cada puerta, hay un mundo. Un mundo poliédrico lleno de tonos grises, de luz y de oscuridad, cuyos pasillos parecen decorados de una tenebrosa película en la que, por muchos personajes que aparezcan, el edificio siempre les quita el protagonismo. Un edificio lleno de vértigos, sobre todo en el octavo piso: la escalera de incendios y también la interior (con su inmenso hueco y sus preciosos pasamanos), las ventanas abiertas y también la azotea prohibida, incluso el desagüe del lavabo, grande, recto y abisal como un pozo negro, todos te invitan a saltar, a caer y a estrellarte. Todos te invitan a morir y a formar parte, como Nicholson en “EL RESPLANDOR”, de la foto final, ahí, como en la portada del “SGT PEPPERS” o del “PHYSICAL GRAFFITI” o como en el montaje fotográfico del Empire State, tu cara, entre la de Hendrix y la de Vicious, aunque nunca los conocieras ni sepas tocar instrumento alguno. Y tu alma, como la de Dylan Thomas y muchos otros muertos aquí, vagando para siempre por los pasillos, cañerías, armarios y retretes del increíble y vetusto Hotel Chelsea.