CINCO LEYENDAS
CELTAS
por Lois Landeira
Am fear is fhaide chaidh
bho'n bhaile, chual e'n ceòl
bu mhilse leis nuair thill
e dhachaidh, dice un antiguo refrán celta. O sea, que “el
hombre que vaga errando fuera de casa, escucha la música más dulce cuando
vuelve a ella”. Y en estos tiempos que corren, terroríficamente modernos y
descastados, andamos todos tan ciegos buscándonos la vida que conceptos como “raíces”,
“tierra” o “tradición” han sido arrinconados,
en beneficio de ese caótico cosmopolitismo donde el único Dios es el dinero y
la única Patria, el ego. Sin embargo, hay que tener la sangre de horchata y el
alma de cartón para no sentir un pinchazo de emoción cuando se vuelve al Hogar.
Y utilizo la “H” mayúscula porque, en este caso, entiendo por “Hogar” el
lugar donde uno ha nacido, la tierra donde uno creció y donde se hunden
profundamente sus raíces. Es lo que a mi me ocurre con Galicia en general y con
Ferrolterra en particular, por mucho tiempo que pase
sin pisar su tierra mágica (“terra do meu pai”, que diría Julio
Iglesias; en mi caso también terra de mis
abuelos, de mis tatarabuelos y, qué diablos, mía, que por algo me parió). Para mi, volver a Galicia es como penetrar en el interior de una
inmensa mujer de verde y húmedo útero. Nada más bajar del tren, desde el
instante en que mis pies pisan el suelo, noto la profunda fusión entre tierra y
sangre, entre naturaleza y espíritu. Es lógico, pues salvo una pequeña veta
andaluza, mi sangre es celta y mi alma, gallega. Hey.
Es por ello que
me siento como pez en el agua cuando paseo por el corazón de las carballeiras, bordeo los verdes acantilados o buceo
en las profundidades atlánticas hasta rozar con mis dedos la fina arena donde
duerme Lyr, el dios celta de los océanos y los mares.
Y es por ello que, aún hoy, se me pone la carne de gallina al pronunciar en voz
baja ciertas leyendas pertenecientes a la tradición celta. A continuación, le
contaré, si se sienta usted y acepta esta cunca
de dulce y humeante queimada, unas cuantas que todavía recuerdo. Algunas, me
las contó un anciano en su cabaña, cercana a cierta destilería de cerveza
abandonada en las afueras de Dublín, capital de Irlanda, tierra druídica y
celta por excelencia, ya que no sufrió la conquista o sometimiento de legiones
extranjeras. Otras, las oí en boca de mis abuelas (que Morrigan,
diosa de la muerte, las tenga en su gloria). Y tal vez haya alguna que he leído
en uno de esos viejos volúmenes que, enmohecidos por la humedad y erosionados
por el tiempo, mi señora madre aún guarda en el desván de su vetusta residencia
ferrolana. Son, en cualquier caso, historias que cuento de memoria, tal y como
se transmitían antiguamente, y por ello pido disculpas anticipadas por las
incorrecciones o variaciones que pudiera perpetrar. Si me perdona, camarada
celtíbero, sus hijos y sus nietos harán lo mismo con usted cuando a su vez se
las transmita, aderezadas con errores y agregados de su cosecha. Al fin y al
cabo, estamos aquí reunidos, junto al fuego de esta lareira,
para matar el rato contando historias. Unas historias largas y antiguas que
trataré de condensar al máximo. Porque, como reza una de las reglas del
estricto código de conducta celta, abair ach beagan is
abair gu maith. Es decir, “habla poco y habla bien”.
LA TORRE DE BREOGÁN
Empecemos por una de las leyendas celtas de
raigambre más galaica y, por eso mismo, muy famosa por estos lares. No en vano,
Os Pinos, Himno Nacional Gallego
basado en un poema de Eduardo Pondal, termina con las
siguientes palabras: “Os tempos son chegados / dos bardos das edades / que as vosas vaguedades / cumprido fin terán; / pois, donde quer, xigante / a nosa voz pregoa / a redenzón da boa / nazón de Breogán”. Traduzco: “Ya
ha llegado el momento de aquellos antiguos bardos, que a vuestras ilusiones
cumplido fin darán: pues, donde quiere, gigante, nuestra voz pregona la
redención de la buena nación de Breogán”.
La leyenda en cuestión se recoge en el Lebor Gabála Érenn, libro de las invasiones de Irlanda y testimonio
escrito más antiguo de la mitología celta, que data del siglo XI.
El tal Breogán (Breoghan en su
idioma original) fue el caudillo celta que conquistó buena parte de España. Él
y su padre, Brath, llegaron a los confines de Iberia
procedentes de Egipto, acompañados por su clan de Gaels,
celtas goidélicos. Decididos a establecerse en estas
tierras, no dudaron en enfrentarse y someter a las tribus locales. Como Brath murió en uno de los primeros combates, fue su hijo
quien, recogiendo su antorcha, pacificó el territorio a golpe de espada.
Guerrero valeroso y líder de acero, Breogán venció a
las tribus locales en sanguinarias batallas, hasta erigirse en rey de unos
extensos territorios que incluían las actuales Galicia, Castilla, Portugal y
hasta parte de Andalucía. Pero, abrumado por la belleza del noroeste, el nuevo
monarca decidió retirarse a reinar desde la ciudad de Brigantia
(actualmente A Coruña), donde construyó la legendaria Torre de Brigantium, cuya finalidad aún hoy no está muy clara, pese
a los numerosos estudios antropológicos que existen al respecto. Unos dicen que
servía para vigilar la amplia línea del horizonte, por donde solían aparecer
barcos enemigos. Otros, que no era más que un faro para orientar a las curraghs,
pequeñas y frágiles naves celtas construidas con pieles.
Sea como sea, cuenta la leyenda que Ith, hijo de Breogán, divisó
desde esta torre las tierras de Irlanda y, por eso, se echó a la mar para
conquistarlas. Pero, al no ser tan buen guerrero como su padre, fracasó y murió
en el intento. Su cuerpo fue devuelto a Brigantia,
donde se enterró con honores de héroe. Pero Mil, hijo de Ith,
retomó la misión con éxito, derrotando a los bravos Thuana-Dé-Dannan y haciéndose con toda la isla. Pero eso es otra
historia.
El caso es que hay quien sostiene que la
coruñesa Torre de Hércules no es una imitación romana, sino la mismísima Torre
de Breogán que ahí sigue, pétrea e imperturbable,
ajena a su humillante transformación en Meca turística.
EL SECRETO DE MAÓN
"Leinster es el reino de la prosperidad y la
hospitalidad, de las importaciones de ricos productos extranjeros como la seda
o el vino; los hombres de Leinster son nobles en su
hablar y sus mujeres son excepcionalmente hermosas". Así describe Ard Ruide, un
viejo poema gaélico sobre los antiguos reinos de Irlanda, a Lenister,
provincia oriental de la isla que posee mayor población y que engloba los
condados de Dublín, Offaly, Kildare, Wicklow, Kilkenny, Carlow Laois,
Westmeath, Longford, Meath, Louth y Wexford.
Según la mitología céltica, Maón, el rey de Leinster, tenía
por costumbre cortarse el pelo una vez al año. El encargado de este trabajo era
elegido por sorteo entre los hombres del pueblo e, inmediatamente después de
terminar su labor, era ejecutado. Aunque nadie lo sabía, el motivo de este
sacrificio anual era que Maón tenía las orejas tan
grandes como las de un caballo y, terriblemente acomplejado por ello, no quería
que nadie se enterara, así que mantenía esa parte de su cabeza siempre oculta
bajo la capucha.
Cierto año, fue un solitario varón, hijo
único de una pobre viuda, el que tuvo la desgracia de ser elegido como
peluquero real. Lejos de aceptar su destino, el hombre lloró y suplicó hasta
que el rey se compadeció de él: “Te
perdonaré la vida si juras que jamás vas a revelar mi secreto”, le dijo. El
joven aceptó y pudo regresar con su madre, agradeciendo a los dioses su buena
fortuna.
Pero los días pasaron y el secreto del rey
se convirtió en una malsana obsesión para el joven indultado, que cayó enfermo
y estuvo a punto de morir. Su madre llamó a un druida para lo que atendiera y
éste sentenció: “Al chico le quema el
secreto que está guardando y no se curará hasta que lo suelte. Le aconsejo que
se vaya a un cruce de caminos, de un giro a la derecha y le cuente el secreto
al primer árbol que se encuentre. De esta forma recuperará su salud”.
Siguiendo las instrucciones del sabio, el
joven llegó a los pies de un sauce. Acercando los labios a su corteza, le
reveló el secreto del rey en voz baja y sintió como un gran peso se le quitaba
de encima. A partir de entonces, se curó por completo y fue feliz.
La cosa habría quedado en anécdota si no
fuera porque al gran arpista Craftiny se le rompió su
instrumento. Incapaz de repararlo, decidió construir uno nuevo y para ello fue
a buscar un árbol adecuado, queriendo el destino que escogiera el mismo sauce
que había escuchado el secreto de Maón. El músico
cortó el árbol, talló un nuevo arpa con su madera y
esa misma noche amenizó una velada del rey, a la que habían asistido numerosos
invitados. El arpista empezó a tocar su instrumento, pero en lugar de un
celestial sonido, se oyeron estas palabras: “Dos
orejas de caballo tiene el rey Maón”. Resignado,
el monarca se quitó la capucha y todo el mundo pudo ver que el arpa tenía
razón. Desde entonces, ningún hombre volvió a morir por el misterio del rey Maón.
Hay quien jura que esta leyenda es la
culpable de que la bandera de Leinster consista en un
arpa dorada sobre un fondo verde, un símbolo de armonía, pero también de
tensión y sufrimiento, de formas y de fuerzas. Por representar al reino más
importante de Irlanda, esta bandera se convirtió en la enseña nacional
irlandesa hasta la adopción de la tricolor en el siglo XX, como gesto por la
paz entre protestantes (simbolizados por la franja anaranjada) y católicos
(representados por la verde). El blanco del medio es la propia paz, que no
llegaría hasta bien entrado el siglo XXI.
CÚ CHULAINN EN LA TIERRA DE SKATSHA
“La guerra es la madre del nacionalismo. La guerra es la experiencia de la
sangre. La guerra es nuestra madre, ella nos ha parido en la hinchada panza de
las trincheras. Como una nueva raza, nosotros reconocemos con orgullo nuestro
origen. Consecuentemente, nuestros valores deben ser valores heroicos, los
valores de los guerreros y no el valor del tendero que quiere medir el mundo
con su vara de medir telas”. Lo dijo Ernst Jünger, tal vez
el último occidental que comprendió (y puso en práctica) la guerra tal y como
se concebía en los mundos tradicionales, esto es, no como un mezquino negocio,
sino como una vía de realización espiritual.
Mas un discurso como el de Jünger no habría sido
necesario en la edad dorada de los celtas, donde la mayor aspiración del guerrero
era convertirse en héroe. Fue el caso de Cú Chulainn, “el Aquiles
irlandés”, uno de los más bravos guerreros que vio la luz en el Ulster. Un joven que solo pensaba en cómo prepararse para
la guerra para así realizar todo tipo de hazañas heroicas y que protagoniza una
de las leyendas más reveladoras de la tradición celta, que narraré a
continuación tal y como me la contó un viejo amigo dublinés, entre los ácidos
vapores etílicos desprendidos por los tanques de leann dubh.
Cú Chulainn había oído rumores sobre la existencia
de una mítica druidesa llamada Skatsha que, en la
Tierra de las Sombras, enseñaba a los jóvenes a luchar de tal manera que jamás
perdían un combate. Para llegar hasta ella, el joven guerrero cruzó profundos
bosques, pateó inmensos desiertos y se enfrentó a peligros tan aterradores como
las bestias de Perilous Glen.
Por fin, llegó al legendario puente que había que cruzar
para llegar a las tierras de Skatsha. Se trataba de
un puente muy estrecho, situado sobre un abismo en cuyo fondo había un mar de
lava donde flotaban monstruos hambrientos de carne humana. En la entrada del
puente, se encontraban varios nobles irlandeses, ansiosos por estudiar con la
maestra Skatsha. Entre ellos, estaba Ferdia, hijo de Daman y amigo de
nuestro héroe. Cú Chulainn
le pidió pistas para llegar a las tierras de Skatsha,
pero Ferdia, muy serio, le explicó que ninguno de los
jóvenes allí congregados había sido capaz de cruzar el puente: “Verás, lo que ocurre es que si pisas los
extremos del puente, la mitad se alza rápidamente y te devuelve al punto de
partida. Y saltarlo no creo que sea buena idea, porque podrías caer en el mar
de monstruos. Lo mejor es que hagas como nosotros y esperes la llegada de Skatsha, que nos enseñará cómo cruzarlo”.
Pese a las advertencias de su amigo, al caer la noche, Cú Chulainn intentó cruzar el
puente de tres formas distintas, pero las tres veces fracasó y fue catapultado
al punto de partida, entre risas y burlas de sus compañeros. Inasequible al
desaliento, Cú Chulainn lo
intentó una cuarta vez, dando un gran salto que le hizo alcanzar la mitad del
puente e, inmediatamente después, pegó otro brinco que lo dejó a los pies de la
fortaleza de Skatsha.
Vista la proeza de Cú Chulainn, Skatsha alabó su coraje
y lo admitió como alumno durante un año y un día. Concentrado, el joven
aprendió fácilmente todas las enseñanzas de la mujer guerrera. La última clase
versó sobre el uso de la Gae Bolg,
una especie de lanza que se arrojaba con el pie y, al entrar en el cuerpo del
enemigo, agrietaba todos sus músculos. Y como regalo de despedida, Skatsha le regaló a Cú Chulainn la poderosa arma, al considerar que era el primer
discípulo que reunía todas las cualidades para poseerla.
La leyenda de Cú Chulainn trascendió la mitología celta para llegar a la marveliana: en el Annual número 3 de Guardians of the Galaxy, los
historietistas Michael Gallagher y Colleen Doran resucitaron al héroe irlandés mediante
técnicas nigrománticas, lo transformaron en un musculado superhéroe al estilo
Thor y lo transportaron a Dochas, una ciudad del
siglo XXXI construida en las ruinas de Latveria, el
antiguo reino del Doctor Muerte. Eso sí, por motivos comerciales simplificaron
un poco su nombre, que se quedó en “Cuchulain”.
MESRODA, SU PERRO Y SU CERDO
Según Juan Eduardo Cirlot, el
cerdo es “símbolo de los deseos impuros,
de la transformación de lo superior en inferior y del abismamiento
amoral en lo perverso”. Y tal vez sea así aquí y ahora, cuando la
insaciable sociedad de consumo han transformado al cerdo en un producto más al
que, entre otras lindezas, se le cortan los dientes y la cola, se le inyecta
todo tipo de basura química y se le mata lanzándolo a un tanque de agua
hirviendo para despellejarlo. Pero no siempre fue así.
Los celtas consideraban al cerdo (“Muc”
en su idioma) un alimento mágico y un regalo de los dioses. Pero claro, no es
igual un puerco malcriado en un matadero industrial que un flamante ejemplar
pastoreado por un sabio druida. Aún hoy, en Galicia, el cerdo celta (o los
pocos que quedan, pues es una subespecie en vías de extinción, aunque hasta los
años 50 era el que abundaba en los corrales galaicos) es un auténtico prodigio
de la naturaleza que poco tiene que ver con los ejemplares comunes: un animal
con un sistema óseo y muscular muy desarrollado, cabeza fuerte, larga y
carnosa, enormes orejas, dorso arqueado, miembros alargados, piel gruesa
poblada de cerdas y singular agilidad. Con esta genética y tras ser criados con
suma dignidad, la carne de estos animales era (es) de una calidad extraordinaria.
Valga esta apología del porco celta para adentrarnos en la leyenda que nos ocupa, protagonizada
por Mesroda, un rico terrateniente de la ciudad de Leinster. Pese a su fortuna, vivía de forma austera y solo
poseía dos animales a los que quería mucho: un perro capaz de correr mucho más
deprisa que cualquier otro de la comarca, y un hermoso cerdo celta. La fama del
perro se había extendido muchos kilómetros a la redonda hasta llegar a oídos de
príncipes y nobles, que codiciaban al animal como si de un gran tesoro se
tratara.
Cierto día, Mesroda recibió dos
mensajes, uno del rey del Ulster y otro de la reina
de Connacht, dos territorios en conflicto. Cada uno
de ellos le hizo fabulosas ofertas por el perro. El enviado de Connacht ofreció nada menos que seiscientas vacas lecheras
y un carro con los dos mejores caballos del reino. Y el mensajero del Ustler dobló la oferta, ofreciendo además la amistad y la
alianza de su reino.
Tras encajar las ofertas, Mesroda
se quedó bloqueado. No sabía qué hacer. Y durante tres días y tres noches se
dedicó a darle vueltas al asunto de forma obsesiva, sin dormir ni comer.
Preocupada, su mujer le preguntó por el motivo de sus desvelos. Mesroda se lo explicó con estas palabras: “Si le vendo el perro a una de las facciones,
la otra aprovechará la excusa para atacar mis tierras”. La mujer comprendió
y ayudó al atribulado Mesroda a tomar una astuta
determinación: le diría a ambos reinos que les vendía el perro, con la
esperanza de que al coincidir lucharan entre ellos.
Mesroda comunicó su decisión a los mensajeros, invitando a ambos bandos a una gran
fiesta, para lo cual mató a su querido cerdo. Cuando llegó la hora de
trincharlo, Mesroda dijo que ese honor debía ser para
un gran guerrero que destacara por sus heroicidades. Tanto Ket
de Connacht como Conall de Ulster se consideraron dignos del honor, por lo que
empezaron a discutir violentamente, narrando a viva voz sus respectivas hazañas
bélicas. Tras mucho discutir, Ket reconoció que tal
vez Conall fuera más grande que él, pero no que su
hermano Anluan. Entre sonoras carcajadas, Conall sacó de una bolsa la cabeza de Anluan:
“¡Ahora yo soy el mejor guerrero!”,
gritó. Y acto seguido estalló una sangrienta batalla, en el transcurso de la
cual murieron muchos hombres, hasta que, finalmente, los del Ulster lograron ahuyentar a las huestes de Connacht. A gran velocidad, el codiciado perro de Mesroda persiguió a los carros que se retiraban y, al
verlo, uno de los guerreros de la reina Maev le cortó
la cabeza.
En efecto, Mesroda había
perdido a su cerdo y a su perro. Pero había conservado sus tierras y salvado su
vida. Tal vez por ello, según la simbología céltica (que no la cirlotiana) el perro se asocia con Nodens,
dios de la curación.
LA LEYENDA DE SAN ANDRÉS DE TEIXIDO
En la tradición celta, era común la creencia en la
reencarnación y en la existencia de un Más Allá, situado al otro lado del mar.
Y la puerta hacia ese Más Allá estaba, según los druidas, en San Andrés de Teixido, una pequeña y recóndita aldea que se alza a 140
metros sobre el mar, en la parroquia de Régoa, a 38
kilómetros de Ferrol.
San Andrés está rodeada por unos agrestes acantilados,
tan altos que se dice que en toda Europa solo los supera alguna elevación de
los fiordos noruegos. Y ahí mismo, sobre los acantilados de mármol, es donde se
encuentra la ermita donde descansan los inmaculados huesos de este santo cuya
leyenda merece la pena recordar.
Al parecer, San Andrés estaba muy triste
porque, debido a su lejanía, su templo contaba con muy poca devoción. Cierto
día, el Todopoderoso se le apareció y le dijo: “No sufras, te prometo que a tu templo acudirán todos los mortales, y
el que no lo haga de vivo, vendrá después de su muerte reencarnado en animal”.
Y de ahí viene el dicho gallego que reza: “A San Andrés de Teixido
vai de morto o que non foi de vivo”. En la actualidad, la creencia se mantiene
viva y los gallegos creemos firmemente que los que
no peregrinaron en vida a San Andrés, lo tendrán que hacer tras la muerte en
forma de serpiente, lagartija o cualquier otro bicharraco. Por ello, cuando nos
aproximamos a la ermita tenemos mucho cuidado en no pisar a ningún ser vivo,
puesto que podría ser un ser humano que no quiso o no pudo ir a San Andrés en
su anterior reencarnación.
Pero muchos siglos antes de que expirara San Andrés, los
celtas ya rendían culto a los muertos en esta zona, como atestiguan los
múltiples enterramientos prerromanos distribuidos por toda la sierra donde se
sitúa el santuario. Y es que, como dijo Tácito, aquí es donde “los cielos, los mares y la tierra se
acaban”. Un lugar perfecto para descansar en paz.