a la glosa, ELDERLY
1.
(Los
Roxy en pleno auge del punk)
Cuando
en 1977 los SEX PISTOLS dedicaron una canción -God save the Queen- a la reina Isabel
II con ocasión de sus bodas de plata, donde se permitían llamarla idiota,
pusieron a prueba no tanto la capacidad de escándalo de una sociedad
tradicionalmente hipócrita como la necesidad de sorprenderse ante unas
actitudes en el fondo no tan nuevas. Mientras Johnny Rotten y sus camaradas
bailaban el pogo, un montón de intelectuales se apresuraba a adornar de «situacionismo»
y otros envoltorios cultos el desaseado punk para abordarlo sin ponerse en
evidencia. Para entonces, la clase obrera ya había sido customizada en el lecho
de Procusto socialdemócrata y Margaret Thatcher, «la hija del verdulero»,
armando bien los hombros, se disponía a bailar su peculiar pogo con los
sindicatos, para liquidar los restos del naufragio de los setenta y poner rumbo
a la utopía conservadora. La clase obrera daba la espalda a esos intelectuales
relamidos y se preparaba para perseguir no el socialismo, sino los televisores
de plasma, los equipos de aire acondicionado y las berlinas familiares con que
alimentan su imaginario. Las consecuencias pueden verse hoy día en ese
laborismo de tercera vía, y ese obrero mesiánico de la escatología marxista es
hoy la base sustancial de nuestras democracias de mercado. Muy pronto darán la
espalda a ese miserere cristiano que es la izquierda vencida y aggiornada y
profundizarán en sus devaneos, hoy sólo vislumbrados, con la ultraderecha por
la que se dejan cortejar. No estamos juzgando el punk, ni a los sindicatos, ni
a la izquierda, ni siquiera a esa clase obrera, hoy tan difusa, reconvertida en
white trash y que está en vías de extinción, tal como esas especies de aves del
paraíso que languidecen en nidos aledaños de las autovías de circunvalación de
las ciudades. Pero el vituperio a la corona no era ya una novedad.
2.
«¿Quién es ese gordo amigo tuyo?»
George Bryan Brummell nace en
Londres el 7 de junio de 1778. Sus orígenes fueron bien humildes: su abuelo era
pastelero en Bury Street, aunque su padre, empleado al servicio de Lord North
como secretario privado, consiguió hacer algún dinero.
A los doce años, Brummell es enviado
a Eton, donde empieza a ganarse la reputación que le caracterizaría. La
compostura cuidada y la languidez gélida le valieron el nombre, en boga
entonces, de «Buck» Brummell. Bucks y Macaronies eran los términos con
que se denominaba a los déspotas de la elegancia. Nadie como él influyó tanto
en sus compañeros. De allí pasó a Oxford, donde empezaron a prevalecer sus
dotes para la vida. A su salida, ingresó en el Décimo Regimiento de Húsares
comandado por el príncipe de Gales, a cuya figura estaría ligado para siempre.
Se dice que un día, mientras hablaba en una famosa lechería de Green Park con
la propietaria, entró el príncipe Regente acompañado de la Marquesa de
Salisbury. El formidable atuendo de Brummell fue contemplado con admiración por
el príncipe de Gales, que era gordo e invertía auténticas fortunas en su
vestimenta. Gracias a su porte y a la impresión que produjo en el Regente, se
convirtió en su amigo, para escándalo de la aristocracia inglesa, que veía cómo
el nieto de un pastelero se convertía en estrecho amigo del príncipe.
En el Ejército, donde ingresa en
1796, alcanza el rango de capitán con su propia tropa, abandonando la carrera
militar dos años después porque a Brummell le disgustaba profundamente estar
acuartelado en una ciudad industrial: cuando a su Regimiento de húsares le
llegó la orden de trasladarse a Manchester, Brummell se negó aduciendo que en
ningún caso podía verse relacionado con esa fea ciudad llena de fábricas,
rechazando una de las mejores oportunidades dentro de la profesión más
rutilante de su época ¡y con sólo 21 años! A esa edad ya cuenta con suma de
libras esterlinas no muy grande, heredada de su padre, que invierte en trajes,
camisas, sombreros, corbatas...
El príncipe tenía treinta y dos años
y tenía la displicente compostura de la casa Hannover, que intentaba adornar
con maneras distinguidas, a pesar de sus carnes fofas, no exentas de gracia. Se
puede decir que la atracción de Jorge IV por Brummell fue de naturaleza física.
Éste fue presentado ante la más Alta Sociedad en la terraza de Windsor donde,
según cuenta Barbey d´Aurevilly en la imprescindible biografía sobre nuestro
personaje, «desplegó las facultades que el Príncipe de Gales habría de
apreciar más: una imponente juventud, realzada por el aplomo de un hombre que
conocía la vida y que podía dominarla; la más fina y atrevida mezcla de
impertinencia y de respeto; y también el genio de la compostura, favorecido
siempre por una adecuada réplica espiritual. Ni qué decir tiene que en el logro
de semejante éxito hubo algo más que extravagancia por ambas partes». El
príncipe de Gales era obeso y hasta cierto punto lo que hoy llamaríamos un
hortera. Se hacía empolvar ostensiblemente el rostro y rizar el pelo. Le
gustaba el satén rosa, adornar sus trajes de pedrería y sus sombreros de
lentejuelas. Fue Brummell quien educó su gusto. El hijo de un esquire y nieto
de un pastelero pasaba a desempeñar las funciones de Caballero de Honor y los
salones más elegantes se disputaban su concurso. Durante su breve carrera
militar no se caracterizó por la disciplina: rompía filas durante las
maniobras, desobedecía a su coronel (aunque éste no le castigaba al estar bajo
el hechizo de su encanto). Tras abandonar el ejército toma una casa en Chesterfield
Street y empieza a organizar cenas refinadas a las que acuden invitados de
prosapia y hasta el mismísimo príncipe Regente. Su modo de vestir y sus maneras
son motivo de deslumbramiento. Empieza a elegir a sus sastres Schweitzer,
Davison, Meyer… en las exclusivas calles Cork y Conduit. Meyer llegó a
disputarse con Brummell el invento de algunas prendas.
Sus lujos hacían palidecer al de
muchos dotados de fortunas mayores. Amante de los colores sobrios, le parecía
que el escarlata era un color propio de salvajes y estableció que si alguien
reparaba en tu indumentaria es que no ibas bien vestido. Apagó los colores de
sus atuendos, simplificó sus trajes y los llevó con despreocupación. La forma
de su dandismo gustaba más de sorprender que de agradar, y su mordacidad, su
ironía, su impertinencia eran legendarias.
Es entonces cuando comienza su
carrera como árbitro de la moda. Nobles y mujeres hermosas se rinden a su
encanto. Entonces el Times hablaba de esos «enflaquecidos figurines, con
esas solapas acolchadas y mangas rellenas» que son «como una nuez seca
en una gran cáscara». Es ya un dandy que ejerce una avasalladora
fascinación en quienes lo rodean, dedicado a gastar su fortuna en ropa. Él
introdujo la moda en Occidente de llevar el mentón completamente afeitado. Se
dice que era capaz de cambiarse de guantes seis veces al día, y hasta se
permitía criticar las chaquetas del príncipe de Gales. Cuentan que se bañaba
diariamente en leche (no intenten hacerlo en sus domicilios con ese espantoso
líquido uperisado), sus pantalones eran estrechos y usaba medias de seda y
botas brillantes de charol que abrillantaba con espuma de champagne, denostando
los botones con brillo. Llegó al extremo de romper con su prometida porque esta tenía la costumbre de comer
repollo, algo que le pareció de incalificable mal gusto, e hizo salir de un
baile caminando hacia atrás a la duquesa de Rutland porque le desagradaba la
parte trasera de su vestido. Su toilette le ocupaba durante varias horas al
día. Usaba una caja de rapé distinta para cada día y desde la ventana de su
club en Saint James Street se dedicaba a criticar a los demás elegantes.
Su
manera de ser le granjeó la fascinación de la sociedad e, indefectiblemente, numerosos
enemigos dentro de ella. En una ocasión se permitió criticar la chaqueta del
Príncipe, lo cual hizo tartamudear a éste. Cuando un petimetre en Ascot lo requebró por lo elegante de su
aspecto, Brummell contestó que no podía ser así «si usted ha reparado en
ello». Como había decidido no casarse, su única manera de conseguir fondos
era mediante el juego, de manera que terminó endeudado hasta las cejas. La
ruina económica fue acompañada de su caída en desgracia, que comenzó durante un
paseo junto a Alvenley por Hyde Park, cuando se encontró con el príncipe.
Después del saludo reglamentario le dijo en voz bien alta a su acompañante,
refiriéndose a Jorge IV: «¿Quién es ese gordo amigo tuyo?». Lo cierto es
que a medida que el príncipe se hacía mayor su gordura se fue haciendo más
sobresaliente, y Brummell no perdía ocasión de humillarlo por ello. Aparte de
esto, nuestro héroe salió en defensa de Madame Fitz-Herbert, amante del rey,
cuando éste la abandonó. Despojado de los favores reales, sus numerosos acreedores
cayeron sobre él. Se cifra en un millón de libras la suma total que gastó en
trajes, corbatas y pantalones. Brummell sólo salía de casa durante la noche,
pues durante el día estaba rodeada de sastres, zapateros, joyeros y
comerciantes de vinos que esperaban cobrar. Para escapar de la cárcel huyó a
Calais. El día escogido para su huida asistió al club y después fue a la Ópera,
tomando un carruaje hasta Dover para salir de allí en barco hasta Francia. Allí
continuó deslumbrando durante un corto período de tiempo, lo que le permitieron
los escasos fondos con los que había huido y que gastó de inmediato en
redecorar un apartamento alquilado a un viejo librero de la región. Siguió
dedicando dos horas diarias a su arreglo personal y no reparaba en gastos a la
hora de cenar, mientras sus deudas seguían creciendo exponencialmente.
Desempeñó durante un corto espacio de tiempo el cargo de cónsul, pero al ser
destituido de nuevo los acreedores se cernieron sobre él. Se dice que un sastre
de Caen, conmovido por el que había sido el rey de la elegancia, le arreglaba
gratuitamente los trajes. En 1835 fue enviado a la cárcel por deudas, de donde
le sacaron sus antiguos amigos ingleses. A su salida no atesoraba ya ni la
sombra de su pasado esplendor. Buscó alojamiento en una habitación de ínfima
categoría en el hotel Inglaterra. Sus facciones adquirieron rasgos idiotas y su
atuendo era lamentable. Fue perdiendo la razón progresivamente, y la sífilis,
ese rojo emblema del valor, fue haciendo estragos en su mermada salud. En los
últimos días arrastraba sillas hasta su habitación, las disponía a lo largo de
la pared y anunciaba a sus invitados fantasmagóricos una cena imaginaria,
cayendo al suelo preso del llanto. Recuerda poderosamente a Maquiavelo, quien
en sus horas finales se vestía de etiqueta, con sus antiguos trajes de
embajador, para leer a los clásicos y sostener un diálogo con ellos: la
tertulia de egregios. Tras padecer dos ataques de apoplejía causadas por la
sífilis, muere en un asilo de caridad pública para enajenados mentales en Caen,
abandonado y olvidado de todos, tras haber pedido limosna en las calles y haber
terminado sus días medio paralítico, apoyándose en las paredes de las calles
mientras la chiquillería se burlaba de él.
3.
Si Brummell pudo ser mucho más punk
que todos los punks que vinieron detrás juntos (hubo un tiempo en que los
dandys llevaban trajes raídos en los que ellos mismos hacían cortes con
piedras), el hecho de que se haya incorporado a mi pabellón privado de héroes
no obedece tanto a la anécdota de sus atuendos -tema reaccionario y muy pasado
de moda-, como a su condición paradigmática de desclasado en rebeldía. La vida
de Brummell discurre en un período sumamente interesante, entre finales del
siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, un período de auge del
Imperialismo caracterizado por las luchas coloniales. Un período en el que se
prefigura la sociedad industrial con cambios fundamentales en las pautas del
devenir social y político. En 1840, año en que muere Brummell, empiezan a
reconocerse los rasgos de las transformaciones que las revoluciones política e
industrial iban a llevar cabo. En esa Inglaterra preindustrial que podríamos
perfectamente comprender entre 1730 y 1848 se desenvuelve una figura tan
anómala como la de Beau Brummell, dandy singular que reinó absolutamente entre
1799 y 1814, el mismo momento histórico en el que el pequeño campesino
engrosaba las filas del proletariado urbano, en medio del ascenso del
capitalismo industrial y el auge de la burguesía como clase preponderante
asentada en la reforma electoral de 1832. Se trata de una época de transición y
de decadencia, desde luego no menos decadente que la nuestra, con su
aculturación alejandrina, cuando también el sustrato inferior en términos de
clase de nuestra sociedad está sujeto a una metamorfosis. El dandismo fue el
último esplendor del heroísmo en las decadencias, según la fórmula del poeta.
Estoy
de acuerdo con Baudelaire cuando afirma que el dandismo es una forma de
estoicismo, con rigurosas gimnasias espirituales. Nunca como en este caso es
más cierto que el hábito no hace al monje, y el dandismo no es tanto un traje
como una manera de llevarlo. El dandy, en su peculiar rebeldía, no subvierte el
orden ni los preceptos de una sociedad de la cual busca por otra parte la
aceptación. La vanidad puede incluir ciertas modalidades de desprecio, pero
siempre tendrá en cuenta la opinión de los demás. Tenía que ser un desclasado
quien tuviera el vigor suficiente de prolongar un fasto en claro declive. El
estoicismo nace vinculado a sociedades esclavistas -compárese con aquellas en
que pervivían restos declinantes de feudalismo- y ofrece siempre un panorama de
consolación. El estoicismo admitía la esclavitud como institución social, del
mismo modo que los dandys -conservadores recalcitrantes- no cuestionaban el
orden social vigente. Eran, como los estoicos, básicamente elitistas, siempre
con las salvedades con que debemos afrontar esta analogía, y como en la
sociedad que albergó a aquellos, Brummell se enfrentó idénticamente a cambios
sociales decisivos. Se demuestra en él que es falso que la ideología dominante
como proyección de los intereses de las clases dominantes procede siempre de
los integrantes de dichas clases, siendo así que las clases dominadas pueden compartir
la ideología que legitima su explotación. Siempre hay a disposición de éstas
formas ilusorias de gratificación que las eximen de su emancipación real.
Al final, Brummell -que cuando tuvo
ocasión de conciliarse con el Príncipe y ser restituido a su pasado esplendor
dejó pasar la oportunidad con altivez- forma parte de esa estirpe de criaturas
exentas, siempre al margen, que cuestionan radicalmente su tiempo, en la línea
del Anarca o los talentos randianos en huelga. Suspenden su Yo por encima de
los valores degradados del momento, de la mayoría, cuestionando los tiempos
zafios. Brummell, que vino de lo más bajo y regresó al Infierno, pulió el arte
de pasar desapercibido: conspicuosly inconspicuous. Hijos de una acicalada
Esparta -la rebeldía de los dandys es la de los desclasados en tiempos de
transición-, ven cómo su Ironía devastadora termina siempre por condenarlos,
lejos del curso seguido por esos parientes espúreos, los snobs (sin nobleza),
que mimetizan las costumbres y las formas de aquella clase dentro de la cual
desean verse inmersa. Hasta la chusma replica los estándares de vida de una
envilecida y `ociosa´ elite. Hoy, sin un sujeto histórico, tan mítico como lo
hubieran pintado Marx o Sorel, el consuelo que todos los brummells nos ofrecen
es preferir la Autobiografía a la Historia. Esta Historia ramplona, light y
edulcorada que no merece estar pasando.
Deja tu recado en nuestro pedestal: theelderlypassenger@hotmail.com