Por Big Low Dildo
No soy fan de Bowie. De
su larga e irregular carrera, apenas me interesan un par de discos y un puñado
de canciones. Pero, eso sí, lo poco que me gusta de él me gusta mucho. Así que,
sin tener tanta autoridad como todos esos fans-de-toda-la-vida que han salido
hasta de debajo de las piedras tras la muerte del ídolo, sí voy a aprovechar la
ocasión (que como toda ocasión, necrófila o no, la pintan calva) para escribir
unas líneas sobre el finado, con permiso (o sin él) de sus legítimos
admiradores.
Descubrí a Bowie muy
malamente, que diría mi abuelo el sevillano. Corrían los 80, y yo aún no tenía
pelos en los cataplines cuando vi el video de “Let’s Dance” (1983). Por aquella época
acababa de descubrir a Michael Jackson y, por odiosa comparación, Bowie me
pareció un artista más bien del montón, como había cientos en aquella época,
los 80, edad dorada del videoclip y los neones.
Como Spandau Ballet o Duran Duran,
Bowie llevaba hombreras, bailaba mal y destilaba un tufo a yuppie que estaba
muy en boga en aquellos años de cocaína y reaganomics. Para colmo, no se
transformaba en lobo, como Jackson; solo era “un mortal con el potencial de
un superhombre”, como él mismo reconoció en una
canción. Y dicho potencial se realizaría solo al final de su vida.
El primer disco del
mal llamado “Duque
Blanco” no entraría en mi discoteca hasta 1987; se
titulaba “La ascendencia y caída de Ziggy Stardust y las arañas de
marte” y creo que se lo cambié a un amigo por uno de
la banda heavy Nazareth. Era la edición española, de
1975, en carpeta sencilla, título en cristiano, colores desvaídos y vinilo muy
fino y bastante usado, pero duro de pelar: lo he pinchado cientos de veces y
aún suena como el primer día sin apenas crujidos. El disco lo cambié porque
había leído en la revista “Popular 1” que molaba, y todo en él, desde la portada a los títulos, me
parecía atractivo: nada que ver con el saltimbanqui que había visto en la tele
haciendo el mono junto a Mick Jagger,
en el videoclip de “Dancing in the street” o en los espantosos conciertos de la gira Glass Spider. De hecho, me costaba creer que ambos, Bowie y Stardust, fueran la misma persona. Y tal vez no lo fueran.
El susodicho álbum no traía ninguna información dentro, ni letras, ni nada: era
todo un misterio. La funda interior era blanca y con pegamento Imedio le pegué unas fotos de Bowie y las arañas que había malrecortado de
un “Ruta 66” un “Boogie” o
alguna otra revista musical de la época. Fue en una de esas publicaciones donde
me enteré de que Ziggy era solo un personaje, y que
el disco era como una película que hablaba de un marciano que bajaba a la
tierra y blablablá. Me pareció raro y sorprendente: había estado escuchando lo
que los críticos llamaban “un disco conceptual” y ni me había enterado; y es que, entonces, mi nivel de inglés no
me dio para entender al 100% las cosas que canturreaba Bowie. Hoy, que ya
apenas escucho pop, conservo esa copia de Ziggy; apenas la pincho, pero me
sigue gustando. Es un pop que no caduca, que se encuentra en otra galaxia, a
años luz del resto de los discos del subgénero glam.
Dado que me había
gustado tanto aquel disco, lo intenté con otros de la misma época, pero
nada. Me pillé el del rayo en la cara
por la portada, pero lo acabé vendiendo en La Metralleta, y el de los perros de diamante que tanto le gustaba
a Eduardo Haro Ibars lo
tenía muerto de risa en un estante, y lo despaché hace poco en Wallapop, aprovechando el tirón necrófilo. Que Buda me
perdone, pero ya he dicho que no soy fan de Bowie.
Bien entrado en la
veintena, viviendo ya en Madrid, en plenos 90, cayó en mis manos la que, en mi
humilde y profana opinión, es la obra bowiana (que no
bovina) más importante y singular: “Low” (1977), un disco que no me atrapó de forma tan inmediata como Ziggy, pero poco a poco me fue seduciendo y se convirtió en
uno de mis artefactos sonoros favoritos: sería uno de los archivos que metería
en mi iPod si me fuera a la dichosa isla desierta.
Como todo el mundo sabe,
la vida, la imagen y la música de Bowie sufrieron constantes cambios, por algo
le pusieron el ridículo mote de “El Camaleón”,
pero yo apretaría el botón de pausa en “Low”. Cuando lo grabó, el
cantante estaba recién divorciado. Escapando de los Estados Unidos, de la fama
(makes a ma take things over),
de la agobiante vida de pop star y de una galopante crisis creativa, llegó a Berlín
y, tras hacer el saludo fascista, se fue a vivir a un modesto apartamento en Haupstrasse 155. En su barrio, hacía la compra y cocinaba
él mismo como si no fuera una estrella, y se convirtió en un extraño más en esa
ciudad mágica y rota plagada de artistas y perdedores. En ese entorno, Bowie
logró recuperar la inspiración perdida. El resultado fue una obra sofisticada y
experimental, cuya cara A parece un disco del futuro y la B el soundtrack sagrado de una civilización perdida. El conjunto
es mucho más que pop, art rock, krautrock o glam crepuscular: está más allá de géneros musicales.
Haciendo honor a su
nombre, suelo escuchar “Low” cuando estoy de bajón de drogas euforizantes como la
cocaína o el speed.
El propio Bowie concibió estas canciones en pleno desenganche narcótico, y tal
vez por eso el disco funciona como un auténtico y eficaz remedio contra la
resaca.
Enemigo como soy del
fetichismo, del coleccionismo y de las posesiones materiales, nunca llegué a
atesorar una copia física de “Low”, solo grabaciones, discos prestados y, ahora, un tubo transmutado
en mp3 que está siempre en mi iPod, por si las moscas. Lo escucho como unas
diez veces al año, lo que dado mi bajo consumo musical, es mucho decir. Y nunca
me cansa, ni me empalaga como el mismísimo Ziggy, que resulta excesivamente
melódico para mis actuales y esquizofrénicos gustos, que oscilan entre el trap, el black metal, la música
clásica y el ruido industrial. Escucho “Low” de cabo a rabo, sin saltar
canciones porque no sobra ni falta ninguna. Me gusta que no tenga letras
demasiado elaboradas ni un hilo argumental, sino que, como se hace en los
actuales temas de trap o como hacía Burroughs en sus cut ups, esté
compuesto con frases sueltas que, de alguna manera, acaban encajando. Por no
haber, apenas hay estribillos, lo que da una sensación de obra inconclusa, de
fascinante boceto que el oyente debe rematar en su cerebro. Y en la segunda
parte del disco es prácticamente instrumental: inquietante música ambient,
aderezada a veces con cánticos tribales de otra dimensión, entonados en un mar
de arena, en un desierto tan impenetrable como el Taklamakan.
Y a mi me encanta vagabundear por esos arenales
durante horas, como hago con ciertos discos de Eno,
tipo “Another green world” o “Thursday afternoon”.
Aunque no tuvo mucho éxito comercial, a la postre el “Low” fue
considerado como uno de los mejores trabajos de su autor.
Después de descubrir “Low”, también escuché los otros
discos de la llamada “trilogía berlinesa”. Pero nada. Ni siquiera “Héroes” me convenció del todo (prefiero la versión de Parálisis
Permanente y hasta la de los Magnetic Fields). Y muchísimo menos los discos que grabó en los años
90 o en la primera década del siglo XXI. Solo volví a prestarle atención con
ciertas canciones de sus dos últimos discos, que incluyen algunos que otros
sonidos malditos con letras ásperas y oscuras. Mi favorita es “Where are we now?”, que vuelve a Berlín, pero de forma bastante más madura,
angustiosa y terminal, pues Bowie sabe que le quedan tres telediarios. El
correspondiente videoclip de esta pieza refleja el estado mental del último
Bowie, un enfermizo misántropo que, como un Nietzsche neoyorquino, solo sale de
casa para vagabundear por las calles, y estipula en su testamento que, cuando
muera, lo incineren en la más estricta soledad sin permitir siquiera la
presencia de los seres más allegados. “Naces solo,
mueres solo”, que diría Erich Fromm. O Yung Beef.
El
Bowie que me interesa es, pues, un Bowie austero, poco o nada glammie, sin el
puñetero rayo, con la cara lavada y recién peinao, contagiado del espíritu
zen de Eno y aquejado del bajón postcocainómano,
de la tristeza post coitum,
del acecho de la parca, del cul-de-sac.
Pese
a su circunstancial y cinematográfica portada en color, veo la época berlinesa
de Bowie como una crujiente película de 16mm en blanco y negro que gira y gira como
las ruedas del coche que protagoniza mi canción favorita de toda su
discografía: la ballardiana “Always crashing in the same car”, que viene a decir que
el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, como el
malogrado coche de “La Segunda Oportunidad”, aquel programa de TVE en cuya cabecera se veía un Daimler
estrellándose contra una piedra de 16 toneladas a 145 kilómetros por hora.
“Always crashing in the same car” sintetiza en tres
minutos y medio el estado espiritual del hombre tras la desaparición de Dios:
atrapado en un coche, dando vueltas en el garaje de un hotel, enganchado a la
erótica del asfalto. Vigilado bajo las luces rojas, entre la izquierda y la
derecha, bloqueado. Dando vueltas en el mismo coche. Chocando una y otra vez.
Atrapado, acabado, perdido. Hasta que se mete por un túnel y atisba una
irresistible luz al fondo. Una luz llamada muerte.