CIRLOT, LA VIDA OTRA
entrevista a Antonio Rivero, poeta
y traductor
by Esther Peñas
Cirlot como una bestia
alucinada por la llama del otro que nos habita. Cirlot
como una espada medieval, y un caballero irremediable en tiempos incrédulos,
como un símbolo de sí mismo que se concede, como un poema que aúlla el sendero
de lo anónimo y lo transita. Juan Eduardo Cirlot
(Barcelona, 1916-1973). En el año de su centenario, otra publicación lo
celebra, lo vindica, nos lo acerca. 'Cirlot. Ser o no
ser de un poeta único’ (Fundación José Manuel Lara), escrita por el poeta y
traductor Antonio Rivero (Melilla, 1963), ha obtenido el Premio Antonio
Domínguez Ortiz de Biografías 2016.
¿Qué es y qué no es
Juan Eduardo Cirlot?
Es, fundamentalmente, uno de los grandes poetas
españoles del siglo XX, aunque no sea de los más conocidos, con una obra
riquísima. No es un montón de cosas a su pesar, le hubiera gustado ser
legionario de Roma, vivir en diferentes épocas y civilizaciones… y de esta
negación constante, de este nihilismo surge el conflicto que es el germen de su
poesía.
¿Qué le ha cautiva de
la personalidad de Cirlot hasta el punto e
arrastrarle a pespuntar esta exhausta biografía?
Fue un heterodoxo en todo, en literatura, en música,
en arte… alguien que iba a la contra, este carácter complejo y poliédrico fue
lo que me atrajo desde el principio, algo que se iba acrecentando conforme
descubría la multitud de matices del personaje, alguien a quien no es fácil
clasificar y, precisamente por eso, constituye un reto para el biógrafo y
estudioso, porque Cirlot es alguien que siempre se te
escapa aunque lo asedies, desde cualquier ángulo, siempre mantiene una faceta
enigmática.
¿Es más interesante, la
persona o el personaje?
… Me interesa, sobre todo, el poeta Cirlot y la persona que está detrás de él, que tiene unos
corredores que comunican su obra y vida. Como personaje, sin él tener una
voluntad de destacar, tiene una riqueza que lo acrecienta a los ojos del
lector.
¿A qué suena su música?
Es una música de vanguardia, muy en deuda con el
dodecafonismo de su amado Schönberg, con ecos de
Wagner y Scriabin pero no es, y esto le honra, un
mero emulador; cuando se dio cuenta de que estaba repitiendo música de otros,
se negó ese camino que reorientó hacia la poesía.
La ruptura con el
surrealismo, con Breton en persona, ¿qué supuso para él?
Ese episodio en un café de París ejemplifica
perfectamente la contradicción constante de Cirlot,
que fue sin duda uno de los mejores surrealistas españoles, pero, al tiempo, se
distanciaba de ciertas posturas políticas. Él, que era surrealista convencido,
termina haciendo una defensa de valores un tanto reaccionaros que a los
surrealistas le resultaron como una puesta de escena, una boutade. Cirlot, con pesar, se apartó del surrealismo.
¿Entonces es auténtica
esa anécdota en la que Cirlot coloca delante de
Breton un crucifico (la imagen ya es delirante, en sí misma) diciendo que no
puede haber surrealismo al margen de Cristo?
Es verdad, él mismo la contó a determinadas
personas, con algún matiz. No llevaba crucifijo, lo que se arrancó fue una
medalla que le colgaba del pecho, la colocó delante de Bretón e hizo una
protesta de fe, diciendo que él no podía compartir la vena atea del
surrealismo, pese a que nunca fuera él un creyente ortodoxo.
Compruebo que le ha
dado tiempo a incluir un capítulo sobre la única novela –hasta ahora inédita-
de Cirlot, publicada recientemente, ‘Nebiros’…
Es muy interesante porque el protagonista es un
trasunto del propio Cirlot; hay un abanico de
características que conforman un retrato del propio Cirlot,
nihilista, con una soledad irredenta, moviéndose por lugares oscuros, tabernas,
prostíbulos, sitios desvaídos por niebla interior que se acompasa con la
exterior… la novela es tremendamente muy cirlotiana.
Se publicó cuando corregía pruebas del libro y por eso pude incluirla.
La de poeta ¿es su
faceta más genuina?
Sí, pero no debería eclipsar la labor desarrollada
en otros ámbitos, por ejemplo en su crítica de arte o la labor en la
simbología; él, sobre todo, fue conocido como simbólogo,
su diccionario circuló muchísimo. Pero como poeta es como mejor destaca, en
primer lugar, por propia voluntad: él quiso ser sobre todo poeta, para él, la
escritura de la poesía es una especie de droga, se sentía él mismo escribiendo
y lo prefería a publicar. Más allá de sus temas, (ya ellos mismos fascinantes,
lo medieval, las civilizaciones antiguas, Cartago, los sumerios, etc.), lo que
importa en Cirlot es su dominio de técnicas que en la
poesía española no se había empleado nunca; él ensancha el campo de la forma,
sobre todo con su ciclo de Bronwyn, donde adquiere
técnicas de otras tradiciones pero no de la nuestra, lo que abre ventanas.
Ya que su diccionario
de los símbolos sigue siendo una obra de consulta canónica, ¿con qué símbolo
identificaría al poeta?
Él lo dice, con el símbolo de la Cruz, asumida como
símbolo cristiano, pero en el que convergen el eje horizontal y el vertical, la
unión que es unión y al tiempo choque y conflicto… la poesía y el arte en
general surgen de dos fuerzas encontradas que, como dos piedras, al chocar
sueltan chispas; ésa es la vida para Cirlot, y su
propia poesía.
Poesía, simbolismo,
espadas, amor al saber, música... parece que habláramos de un renacentista…
Sí, aunque le podríamos definir como renacentista,
nunca tuvo mucho interés por el renacimiento, sí por la antigüedad romana, la
Roma militar de las legiones, la del culto a Mitra, a Marte, dioses de la
guerra; Cirlot se sentía ligado a un paganismo que
convivía con el cristianismo. Él siempre estaba ajeno al mundo que le tocó
vivir, tanto en lo espacial como lo temporal, más pendiente de otras realidades
que para él eran más propias que la que le tocó en suerte.
Su ciclo Bronwyn, esa personal Ítaca, respira lo céltico por los
cuatros costados, lo cual no deja de asombrar…
Sí, es prodigioso ver cómo Cirlot,
a finales de los sesenta, principio de los setenta, tenía un conocimiento tan
exhaustivo de literatura y lenguas célticas; tuvo acceso a textos en lo que
estaban poemas originales reproducidos, y se dio cuenta de cómo funcionaban las
aliteraciones, de las formas de juntar sonidos. Todo eso llevó a Bronwyn, junto con el simbolismo de la propia película (‘El
señor de la guerra’, n.d.p.). En Cirlot,
el cristianismo convive con ritos
druídicos, célticos, colocándole de nuevo en la encrucijada, en el terreno de
la indefinición, de lo que no es ni una cosa ni otra, sino ambas. De ahí el
título de mi ensayo, la dicotomía ‘ser o no ser’ la
reduce a la simultaneidad.