Bergson, el filósofo intuitivo


Por Esther Peñas




Así como Unamuno en España y Husserl en Alemania, Bergson fue la mirada francesa contestataria a una época teñida por el auge del positivismo extendido a la totalidad de los rincones del saber. Sorprende detectar la cantidad de conexiones que pueden establecerse entre el Unamuno y Bergson. El “buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad” puede decirse que resultó el credo común de ambos. Pero si al agónico Unamuno lo dolía la realidad, Bergson gozaba con ella. Si a Unamuno todo le parecía de una seriedad casi patológica, Bergson descubrió pronto que “la única cura contra la vanidad es la risa”.


Restauró la abandonada vía del espíritu reconciliando lo que nunca debió quebrarse, la alianza eterna entre vida y espíritu, sentimiento y razón, alma e idea, lo perecedero y lo eterno”, sintetiza la antropóloga filosófica Inés Riego, del Instituto Emmanuel Mounier, en Argentina, experta en Bergson.


Hijo de un músico judío y de un ama de casa irlandesa, Henry Bergson (París, 1859- 1941) hizo de la docencia un discipulado de sí mismo. De 1900 a 1921 defendió la cátedra de filosofía en el Collège de France; en 1914 se convirtió en académico; de 1921 a 1926 presidió la Comisión de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, creada tras la I Guerra Mundial. Impartió conferencias y clases magistrales por medio mundo, incluida la Residencia de Estudiantes, excepto en la Soborna, institución a la que nunca se le permitió el acceso por la oposición del grupo de académicos tradicionalistas. Ni siquiera cuando, en 1927, le conceden el Premio Nobel.


En 1981 se casa con Louis Neuburger, prima carnal de Marcel Proust, escritor que le debe el despliegue sinestésico de la famosa magdalena. Porque la magdalena sería de Proust, pero la filosofía del recuerdo que emana de ella se debe a la mente del Bergson.


No sólo discrepó públicamente contra el régimen de Vichy, sino que, pese a estar dispensado, por su reputación y su débil salud, de inscribirse en el registro en el que debía constar todos los judíos, acudió personalmente a firmar en él “para permanecer entre aquellos que mañana serán perseguidos”. De hecho, se acercó al cristianismo en los últimos años de su vida hasta convertirse oficiosamente a él, pero quiso morir como judío, según consta en su testamento, por temor a apoyar con su prestigio el antisemitismo fomentado en Europa por los nazis.


SU PENSAMIENTO

¿Cómo salvar un saber no apto a la verificación científica pero con pretensiones universales de verdad, como era la Filosofía? Convirtiéndose en el último gran metafísico que ha conocido la Humanidad. Es el filósofo de la intuición. Bergson propone una idea de la filosofía más entroncada y afín a la plasticidad del arte y a la vitalidad que este despliega: “la filosofía, según mi concepto, se acerca más al arte que a la ciencia. La ciencia no da de la realidad más que un cuadro incompleto, o más bien fragmentario; aprehende lo real por medio de símbolos que son forzosamente empíricos. El arte y la filosofía se unen, en cambio, por la intuición que es la base común de ambos. Yo diría que la filosofía es un género, y las diferentes artes sus especies”.


Es la principal aportación de Bergson, el concepto de intuición, gracias a la cual el hombre es capaz de plasmar en imágenes, no menos que en pensamientos, la esencia profunda, indivisible y, como tal, inefable de la realidad. El artista, como el filósofo, se expresa no tanto mediante el lenguaje cuanto a pesar de él. Es un acto de conocimiento interior. La intuición.


La materia y la vida que llenan el mundo están también en nosotros; las fuerzas que obran en todas las cosas las sentimos en nosotros; cualquiera sea la esencia íntima de lo que es y de lo que se hace, nosotros somos ello. Descendamos entonces al interior de nosotros mismos: cuanto más profundo sea el punto que toquemos, más fuerte será el impulso que nos devuelva a la superficie. La intuición filosófica es ese contacto, la filosofía, ese impulso”.


Junto a la intuición, la duración, “el continuo fluir que constituye la esencia de lo real; no es un tiempo con sucesión de estados, sino un tiempo puro, un impulso o tensión interna de que está hecha la realidad”, explica la profesora Riego.


No hay estado del alma, por simple que sea, que no cambie a cada instante, pues no hay conciencia sin memoria, ni continuación de un estado sin la adición del recuerdo de los momentos pasados al sentimiento del presente. En esto consiste la duración. La duración interior es la vida continua de una memoria que prolonga el pasado en el presente. Sin esta supervivencia del pasado en el presente no habría duración, sino sólo instantaneidad”, dice el filósofo.


Como curiosidad, y al respecto. Bergson, contrariando al saber de su época, que creía en la hipótesis de los centros cerebrales perfectamente localizados, negaba que el cerebro fuera receptáculo o depósito de la conciencia ni tampoco el órgano de la presencia de imágenes; sostenía que era el órgano de las ausencia, el que selecciona lo que no se puede recordar. No me digan que esto no es un hermoso y filosófico lieder –una de esas composiciones románticas decimonónicas-.


UN MÍSTICO SUI GÉNERIS

Al igual que la conciencia, que es una creación continua de sí misma, también la existencia en general consiste en un proceso de autocreación indefinida. La realidad, según el francés, está impregnada de un ‘ímpetu vital’, puesto que la realidad es una acción que continuamente se crea y se enriquece. El conocimiento de la realidad se obtiene, pues, con la ciencia y la filosofía: la ciencia alcanza sólo el aspecto material del mundo, mientras que la filosofía capta el espíritu, la realidad en cuanto es conciencia, duración, gracias a la duración.


Esa duración se manifiesta en los procesos evolutivos de los seres vivos, que son expresión del ‘impulso vital’, de un impulso creador. Y, según Bergson, lo que más acerca al hombre al impulso creador es la moral y la religión.

Distingue dos tipos de moral, la cerrada, una moral de hábitos, inculcada al individuo por la comunidad, y una moral abierta, que no conoce límites y que se extiende a todos los hombres e incluso a todo lo creador. La diferencia entre ambas no es gradual, sino cualitativa. En la práctica, no obstante, se dan juntas: la primera presta a la segunda la obligación y la segunda a la primera su impulso.


Es que para Bergson, al contrario de lo que la moral socrática nos legó y el imperativo categórico kantiano vació de contenido, no es el acto intelectual de conocimiento del bien lo que moviliza la acción moral, sino la emoción que acompaña la intuición de lo bueno, de lo verdadero, de lo bello.


Sólo cuando el hombre sustituye al gozo creador por la búsqueda del placer queda desnortado de la felicidad. ¿Es o no un clásico este francés que argumentó que el presente sólo se forma del pasado, y lo que se encuentra en el efecto estaba ya en la causa? ¿Es o no moderno este filósofo que acusa que la contemplación es un lujo, mientras que la acción es una necesidad? ¿Es o no eterno este pensador que sostiene que existir es cambiar, cambiar es madurar y madurar es creación sin fin? Por cierto, según él, la risa requiere un eco. Valga esta última línea para que su nombre, Bergson, reverbere. Seguro que eso le hace gracia.



Bibliografía consultada