LA GUERRA DE LOS NIÑOS

por el pequeño Dildo

 

El hoy otoñal grupo de rock británico The Godfathers resumió en su día la atribulada existencia del común de los mortales en cuatro palabras que dieron título a uno de sus discos de culto: “Birth, School, Work, Death”. Son cuatro buenos motivos para no traer nuevos seres a este valle de lágrimas: ahorrarles el dolor del nacimiento (por algo todos lloramos al venir al mundo: yo, tú, este y aquel, que diría Julio Iglesias), librarlos de ese traumático y agónico regreso al vacío que es la muerte (espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas durante toda la vida), redimirlo de la esclavitud del trabajo alienante (y también de su reverso estático: el no-trabajo, ese paro humillante que transforma al hombre en lagarto) y, sobre todo, evitar que ese nuevo individuo sea reclutado por ese ejército llamado (con insultante ñoñería) “cole”, donde troquelan a todos los “locos bajitos” por el mismo patrón, de cara a transformarlos en “ciudadanos de pro”, esto es, en “hombres-masa” terriblemente cuerdos.

Morrissey ya lo advertía en una de las mejores canciones de los Smiths, “The Headmaster Ritual”, donde comparó a la escuela con la mili y a los profesores con sargentos porcinos: “Demonios beligerantes dirigen las escuelas de Manchester, cerdos pusilánimes con mentes de cemento. El maestro lidera las tropas, celoso de la juventud, lleva el mismo traje desde 1962, me da los dos pasos militares en la nuca. No quiero estar aquí, quiero irme a casa, renunciar a la educación como un grave error”. Sin mondrigonadas ni reproches “fashion”, Jorge Martínez fue aún más allá en el himno outsider “Destruye”: para él, el paraíso perdido no era el hogar familiar, sino la puta calle: “Llegar a la escuela, escuela de daño. Buenos maestros para aprender a odiar. Rebelde sin causa, buscando la calle”. Para bien o para mal, los huesos del héroe ilegal no acaban en el asfalto, sino “lejos del bosque, en una jaula, en el zoo” y, a la postre, tirando del gatillo por intereses ajenos.

Un mensaje paralelo, pero con un lenguaje más aristocrático y sin faltar, se transmite en las ciento y pico páginas de la novela póstuma “Venganza tardía. Tres caminos a la escuela” de Ernst Jünger, publicada en Alemania en 2003 (la edición española, de Tusquets, llegaría seis años después). El sabio de Heidelberg recuerda aquí su experiencia escolar como un pequeño gran infierno en el que sólo se salvaría de la quema los hermosos bosques y lagos que adornaban el camino a su colegio. Jünger las pasó canutas en la guerra pero, a la postre, reconoció en sus diarios que “la escuela sigue persistiendo sobre mí con mucha más intensidad que el ejército”. La diferencia es que el joven Ernst se alistó en la Reichswehr voluntariamente, viviendo la experiencia con una gélida fascinación (según cuenta en sus diarios bélicos “Tempestades de acero”) que le llevaría a rozar el “satori”, mientras que su paso por la escuela fue obligatorio, traumático y castrador. Por eso no es raro que, en “Venganza tardía”, el autor se proyecte en el personaje de Wolfram, un niño de nueve años tímido y tartaja, que sufre cada día las humillaciones y los palos del amargado profesorado alemán y que sólo consigue redimirse y huir de la realidad a través de la filosofía de Sócrates y de las ensoñaciones provocadas por la literatura o el paisaje, acabando como el protagonista de aquella canción de Lole y Manuel que decía así: “Lejos, muy lejos, muy lejos, se oye la voz del maestro que habla de montes y ríos. Me escapo por la ventana, corro por el cielo y voy, jinete celeste, sobre un nubarrón muy negro. Persiguiendo nubes blancas paso la tarde de invierno, me despierta una campana: Padre Nuestro…”

Pero ni Jünger ni Morrissey mi Martínez ni Lole ni Manuel, ni “Juventud sin dios” de Von Horváth, ni siquiera “El profesor Tragacanto y su clase que es de espanto” de Martz Schmidt… nadie había plasmado tan bien la violencia física y emocional inherente a todo sistema educativo como el nipón Kazuo Umezz en su cómic “Aula a la deriva” (recién publicado en España por Ponent Mon, aunque la edición original japonesa data de mediados de los 70). La crueldad infantil, la angustia ante el examen, las barrabasadas y las risotadas de los compañeros, las temibles epidemias escolares, las collejas a traición por estar en Babia, los insultos y los tirones de orejas, las manos manchadas de tinta fría como la sangre de los profesores… Todos los terrores escolares laten en las viñetas de “Aula a la deriva”, sólo que transmutados  en una de esas demenciales pesadillas apocalípticas tan caras a la cultura post-Hiroshima.

El horror comienza cuando un colegio entero, con sus encerados tizosos, sus pupitres de tortura, sus maestros y sus pupilos, desaparece (literalmente) del mapa para materializarse en medio de un desierto de arenilla gris. Muy pronto, los habitantes de la escuela perdida se dan cuenta de que están en el futuro, al encontrar rascacielos y otros estremecedores vestigios del pasado semienterrados en las dunas. Así las cosas, con una situación tan dramática, marcada por el miedo a lo desconocido, los ataques de insectos gigantes o la escasez de alimentos, los profesores son los primeros en enloquecer, matarse entre ellos y llevarse por delante varios críos. Una vez solos, los chavales se dividen en distintos bandos y caen en una espiral de ultraviolencia y caos mental que sólo puede desembocar en una auténtica concatenación de tragedias. Crucifixiones, psicosomatización insectófila de traumas internos, suicidios grupales o torturas se suceden en un demencial e interminable “recreo” donde la implacable crueldad infantil corretea a su libre albedrío.

Más allá del argumento fantacientífico, la trama de este singular y granguiñolesco “manga” funciona como proyección simbólica del aislamiento del escolar en su aula y de los monstruos cotidianos que acechan en el interior y en el exterior de la misma. El clima tenso, denso y ballardiano que reina en esa espectral y deprimente escuela extraviada no es muy distinto al de cualquier centro de enseñanza del mal llamado “mundo real”, sólo que aquí no hay ya nada que perder… excepto la cordura. El desolador blanco y negro, el trazo esquemático de Umezz y su uso de recursos caricaturescos para provocar momentos inquietantes (por algo le llaman “el padre del manga de horror”) hacen de “Aula a la deriva” una experiencia muy impactante para todo aquel que haya asistido a clase en su infancia.

 “Aula a la  deriva” es, pues, otra venganza tardía de un alumno traumatizado, pero una venganza kamikaze, descarnada, extrema y atroz. Una revancha cargada de espanto y de ganas de volver al útero: a falta de un buen paisaje que ejerza de punto de fuga, sólo la figura materna, llena da dulzura y de instinto protector, se presenta en este cómic como tabla de salvación. Y la frase “quiero ir con mi mami”, ridícula en otros contextos, adquiere aquí la categoría de mantra, de salmo, de oración, de grito angustioso, sagrado y desesperado, que busca el despertar de la pesadilla cotidiana de la escolarización obligatoria. Que lucha por proteger las alas de la fantasía de ese cuchillo llamado educación. Que exige una imposible paz perpetua para la eterna guerra de los niños.