Las armas y las letras
Por Esther Peñas
Con esta cita del Quijote
tantas veces recreada por Azaña en sus discursos,
Andrés Trapiello (León, 1953) tituló su ensayo más
ambicioso, el que analiza el papel de los intelectuales durante
A lo largo de sus más de
seiscientas páginas, con más de cuatrocientas ilustraciones –ninguna de ellas
baldías-, ‘Las armas y las letras’ (Destino) resulta un apasionante viaje a las
zonas más umbrías y luminosas del ser humano. Imparcial y aséptico en su
investigación, se agradece la mirada misericordiosa sobre los hombres y mujeres
que desfilan por sus líneas. Una guerra es un contexto trágico que si bien no exculpa,
absuelve en cierto modo.
De entre los documentos
aportados para esta edición, destaca la fotografía que envía Alberti a su amigo
Ehrenburg en 1965, en cuya dedicatoria califica la
guerra como “la belle époque”.
“Lo curioso de Alberti es que veía la
guerra como ‘belle époque’
veinticinco años después de que ésta hubiera terminado, en plena dictadura
franquista. Pero es que para el poeta y su mujer, María Teresa León, la guerra
fue eso: eran estrellas de
De Alberti nos recuerda
aquellos versos que repugnaron tanto a quienes iban dirigidos como a sus
propios camaradas: “los fascistas son concebidos hijos de hombre con hombre”.
Claro que también Orwell denominó ‘mariquitas elegantes’ a quienes, como el poeta inglés Auden, lucharon en las trincheras republicanas. El propio
Jorge Guillén le escribe a Salinas, refiriéndose a Cernuda:
“¿Qué tenemos que ver tú y yo con un
marica?”.
De Alberti también recrea su
reyerta con Miguel Hernández, cuando éste, que ya había perdido a su hijo,
devorado por el hambre, recaló en el palacio de los
Heredia Spínola y sorprendió a varios republicanos
disfrutando de un obsceno festín. El poeta no pudo por menos: “Aquí hay mucho hijo de puta”, profirió.
María Teresa León le propinó un puñetazo. Llevaban sin hablarse, ambos poetas,
más de dos años. No volvieron a hacerlo.
Otra de las piezas frescas que
rescata Trapiello es una carta de Torrente Ballester al poeta uruguayo Carlos Rodríguez Pinto. A sus
25 años, e influido por Ortega y Gasset, quien
escribiese ‘Los gozos y las sombras’ reflexiona de esta guisa: “Dura cosa es la guerra. Dura y hermosa. La
guerra, esta, entre hermanos, sin química pero profundamente religiosa, es un
deporte de hombres. Yo, intelectual, un poco por encima de ciertas cosas,
siento hoy un tanto de reverencia por el héroe”.
Uno a uno, con mayor o menor
profusión, todos los intelectuales son retratados de modo certero por Trapiello. De entre los republicanos: Lorca,
Azaña, Sánchez Albornoz, Max
Aub, Salinas, J. Sender, Madariaga, Ayala, Castelao, Bergamín, Domenchina, Ferrater Mora, Picasso, Altolaguirre, Benjamín Jarnés,
Prados, Chacel, Cernuda,
Gil-Albert…
María Zambrano, también
republicana, animó, pistola en mano, a su ya viejo profesor, Ortega y Gasset, a firmar el manifiesto a favor de
El lado de los sublevados sumó
no pocas simpatías: Maeztu, Azorín,
Baroja, Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Marañón, d’Ors, Carrere, Marquina, Concha Espina, Gómez de
Pocos personajes tan siniestros
como dos de este lado, González Ruano, inquietante, intrigante, de ‘alma fea’, que diría Machado. Quizás
sólo superado por el oscuro y perverso Millán Astray,
el ‘policontusionado’, como se le
mentaba a puerta cerrada. Abandonó a su mujer porque dejó embarazada a Rita Gasset, sobrina del filósofo. Franco le perdonó pero le
impuso como castigo ser padrino de boda del amor de su vida, Celia Gámez.
Cossío,
franquista convencido, era en cambio uno de los valedores de Miguel Hernández.
Admirables amistades que unían a ambos bandos, como la que se profesaban Lorca y José Antonio. Mal que le pese a Gibson,
que ve en ella una mancha para el poeta.
Uno de los capítulos más
interesantes es el décimo, en el que Trapiello da
cuenta de cómo se dispusieron las letras internacionales en torno al conflicto
español. Contrastando los pocos escritores de cierta valía que apoyaron a los
nacionales, caso de Pound, Claudel,
Evelyn Waugh, Céline, Drieu
Si Machado habla de las dos Españas, una de las
cuales habrá de helarnos el corazón, Trapiello
recala en una tercera, tierra de nadie. “La
guerra la hicieron dos minorías muy violentas y revolucionarias, pero había una
tercera España mayoritaria, más o menos pacífica, en la que estaban
representadas todas las ideologías y que, en principio, no quería participar en
la guerra. Peor que ser comunista o un fascista era ser liberal”, aclara el
autor.
Y es que, en los albores de la
guerra, cuando ésta todavía no era más que una sombría amenaza, pocos eran los
que tenían claro qué ideología profesaban. El mismo José Antonio Primo de
Rivera, tras la fundación de Falange, se reúne con Sánchez Mazas en un piso de
la calle Rosales para dilucidar si sentarse con izquierdas o derechas en las elecciones de 1933. “Pudo el señorito
que llevaba dentro, y Sánchez Mazas convence a José Antonio para apoyar a las
derechas”, remacha Trapiello.
Sánchez Mazas quien, dicho sea
de paso, obtuvo de Victoria Kent, directora general
de prisiones en ciernes, permiso para salir de la cárcel para ver a su hijo.
Antes de la guerra. Sánchez Mazas aprovechó la licencia para fugarse. Primo de
Rivera se indignó. ¿Era ése el honor falangista? Desde la prisión en la que
también estaba confinado, le ordenó, por dignidad, regresar. A regañadientes,
Sánchez Mazas accede. Pero al entrar en Madrid, la sedición franquista se
extiende como la pólvora. Alea jacta est.
La tercera España. La de gente
como Juan Ramón Jiménez, Morla Lynch,
Chaves Nogales, Clara Campoamor,
Aleixandre, Falla, Miguel de Unamuno
y tantos otros. “Son víctimas de las dos Españas intelectuales que se repartieron la literatura
excluyendo a quienes como ellos eran testigos fiables y fidedignos de sus
excesos políticos y retóricos”, aclara Trapiello.
FUSILAMIENTOS Y
PALABRAS CON FILO
Los episodios más atroces no se
pasan por alto en el ensayo. No sólo el de Lorca, o
la también tristísima muerte de Miguel Hernández,
sino que se recogen los de Maeztu, Hinojosa o Muñoz
Seca. Cuentan que este último, abuelo de Alfonso Ussía,
exclamó antes de morir: “Podréis quitarme
cualquier cosa… excepto el miedo que siento en este instante”. La muerte
inexorable provoca reacciones hilarantes.
De las anécdotas sembradas
podrían destacarse cientos. Nos quedamos con la protagonizada por Dámaso
Alonso, feroz antirrepublicano, cuando le preguntó a Bergamín
qué opinaba de Franco, ya asentada la dictadura. “Yo no hablo nunca mal del dueño de la casa delante de su portero”,
respondió el poeta al erudito.
‘Las armas y las letras’
concluye con un sentido homenaje a Azaña. “Podremos discutir eternamente sobre su
visión de Estado o sobre la opinión pésima que tiene de los españoles, y su
altivez humana y política, pero es lo bastante lúcido como para darse cuenta,
como Clara Campoamor, de que la primera víctima de la
guerra fue
Por cierto, Unamuno
también quiso hacer realidad su anhelo de presidir
‘Las armas y las letras’
resulta un libro incómodo. Pero, como decía el bachiller Sansón Carrasco: “es de toda imposibilidad imposible
componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que leyeren”.