Hannah Arendt, la libertad como recinto sagrado



Por Esther Peñas



Vivimos en un momento histórico en el que los cuerpos teóricos más o menos bien argumentados, las ideologías más o menos brillantes, son insuficientes. Necesitamos vidas que nos hablen y nos interpelen”. Y la de Hannah Arentd, sin duda, es uno de esos ejemplos que no dejan indiferente a nadie que retoce, siquiera husmee en su recorrido vital. La periodista Teresa Gutiérrez de Cabiedes no habla por referencias. Es la responsable de la primera biografía que se publica en España sobre la pensadora, ‘El hechizo de la comprensión’ (Ediciones Encuentro).


Hannah Arendt es la periodista que acuñó la expresión “banalidad del mal” para referirse a la vileza nazi; la mujer que conquistó –intelectual y apasionadamente- al maestro Heidegger; la judía que criticó con dureza de metal la actitud del Estado de Israel para con el pueblo árabe; la pensadora que zarandeó el comunismo y, con la misma vehemencia, la política anticomunista del general McCarthy; la activista que hizo suya “la cuestión negra”; la ciudadana americana que condenó de manera reiterada la guerra de Vietnam… una mujer en discordia con los estereotipos que abrió surco en un campo, el filosófico, destinado al cultivo de los hombres. Pero, sobre todo, Hannah Arendt fue un ser humano: amó, guardó lealtad, luchó con la palabra contra la sinrazón, hizo de la amistad la catedral de su existencia y murió convencida de que cuanto hizo en vida hubo merecido la pena.





EL CORDÓN UMBILICAL

Nacida como Johanna Arendt (Hanover, Alemania, 1906- Nueva York, 1975), quedó huérfana de padre a los siete años. Su madre le procuró una educación bastante liberal que, si bien muchos familiares la pusieron en entredicho cuando tuvo que abandonar la escuela por problemas disciplinarios, no tardó en refrendar su actitud al comprobar cómo su hija se ganaba el respeto de las mentes más lúcidas.


En 1924 comienza sus estudios en la Universidad de Marburgo, donde conoció a Heidegger, un padre de familia diecisiete años mayor que ella, que despreciaba a su mujer. Lo que surgió entre ambos fue tan instintivo, tan categórico que resultó irrevocable, y los unió de por vida, como si de un cordón umbilical –visceral, racional- se tratase. Pero dejemos para más tarde este asunto.


Cuatro años después, se doctoró en 1928 bajo la tutoría de Karl Jaspers (su amigo, su báculo, su confidente: “donde él aparece y habla, se hace la luz”) con la tesis “El concepto del amor en San Agustín”, un trabajo en el que ya comienza a marcar distancias intelectuales con el maestro. Si él se centra en la vida como un caminar, una avanzar hacia la muerte, Arendt coloca el epicentro en el nacimiento. “Para Hannah, a pesar de las épocas oscuras, un niño es una libertad nueva y, por ello, una posibilidad de cambio”, apostilla Gutiérrez. Con la publicación del texto se granjeó las primeras críticas. En esta ocasión, por analizar escrupulosamente a San Agustín desde su faceta de filósofo y no desde el prisma de ser uno de los Padre de la Iglesia. Nunca llueve a placer de todos.


Por aquel entonces, quizás por preservar su relación espurea con Heidegger, se relacionaba poco, pero conoció a alguien que la marcaría profundamente, Kart Blümenfeld, director y portavoz del movimiento sionista alemán, quien la hizo tomar conciencia ‘existencial’ de su condición de judía. Él solía decir: “soy sionista por la gracia de Goethe”.





MATRIMONIOS y HUÍDA A ESTADOS UNIDOS

En 1929 se reencuentra con un antiguo compañero, Günter Stern, con quien se casa con el ánimo de asentar “una compañía intelectual afectuosa”. Sus escritos acerca de la cuestión judía, que tan escaso interés la provocaron en el pasado, ven la luz en distintas publicaciones, así como los textos en los que reivindica para la mujer una independencia incompatible con los roles sociales asignados. Por supuesto, también dispara su discrepancia contra el movimiento feminista, al que califica de “cuestionable”.


La divergencia de intereses (él, volcado en el marxismo; ella, en el sionismo) y el frágil lecho sobre el que sustentaban su relación condujo al divorcio de Arendt y Stern en 1937. En tres años después, un firme opositor a Stalin, Heinrich Blücher, vuelve al altar en 1940.


Hitler ya es el germen del Hitler enloquecido que conocemos. Aunque aguantó cuanto pudo –estuvo retenida por la Gestapo y logró escapar de un campo de internamiento-, Arendt no tuvo más remedio que zarpar en uno de los canjilones de la diáspora de judíos que originó la política nazi. Como tantos otros (Einstein, Thomas Mann, Erich Fromm, Marcuse, Habermas…) llegó a América con unos pocos dólares, sin pasaporte, sin sus libros, sin rumbo ni destino inmediato. Tampoco le quedaba ya corazón. Heidegger se afilió al partido. Así que tuvo que reinventarse. Y lo hizo.


Con un tesón –y una capacidad exquisita, dicho sea de paso- aprendió inglés de tal modo que consiguió un trabajo para la revista ‘Aufbau’, donde se encargaba de una columna llamada ‘This means you’ (esto se refiere a ti). No obstante, nunca abandonó su idioma autóctono. A partir de ahí, sus escritos se fueron convirtiendo en portentosas sinalefas de hallazgos filosóficos.


Quizás la vertiente más interesante de Arendt sea la de periodista, tal vez por lo poco conocida; se definía a sí misma como ‘corneta’, porque su intención era despertar conciencias. No que la gente pensase como ella, sino que pensase, de cualquier modo, pero que lo hiciera libremente. Ella utilizó el periodismo como canal para suscitar un auténtico debate público”, apunta la autora de la biografía. Lo que quería la judía era que toda persona “jugase con la metafísica”, que palpase los límites de lo pensable y los cruzara.





NAZISMO Y STALINISMO

En 1948 llega a las librerías un profuso estudio que la consolida como una de las mentes más clarividentes y certeras del panorama del pensamiento del siglo XX. Dividido en tres partes (antisemitismo, imperialismo y totalitarismo) abarca dos sistemas de poder: el nazismo y el estalinismo. “Lo que más detestaba Arendt de esas tres realidades era el denominador común, la sinrazón”, comenta Gutiérrez. Una vez más, hay cierta disensión, ya que la filósofa excluye a ciertas dictaduras de partido único (franquismo, fascismo italiano) de ambas corrientes.


Su compromiso con la escritura, con el despertar a la conciencia de la sociedad, no lastra un ápice su particular guerra: presentó una solicitud de cobro de daños y perjuicios al Estado alemán por las injusticias sufridas bajo el régimen nazi. Su exigencia fue rechazada en numerosas ocasiones. Tendría que esperar a 1972, cuando el Gobierno de su país natal la compensó –es una manera de hablar cuando se alude a los judíos respecto del trato recibido por los nazis- con una fuerte suma de dinero. Su caso sentó precedente, por lo que otros judíos se beneficiaron de la tenacidad de Arendt.


En 1958, años después de obtener una cátedra en el Brooklyn Collage de Nueva York, concluyó ‘¿Paz o armisticio en Oriente Medio?’, un libro que causó honda conmoción en la sociedad. En él aborda sin temor ni correcciones mal entendidas la historia de Palestina y la fundación del Estado de Israel y, aunque se adentra en la espinosa y poliédrica cuestión de la ausencia de patria de los judíos, amonesta con acritud a los sionistas, que han soslayado siempre los problemas del pueblo árabe. Su preocupación –nada banal a día de hoy- era la imposibilidad de entendimiento y el expansionismo agresivo de Israel a costa de la depauperación de los palestinos.


Pero fue abril de 1961 cuando una Arendt se perpetuó en forma de consigna, de frase hecha: la banalidad del mal. Este concepto lo utilizó para subtitular su trabajo ‘Eichmann en Jerusalén’, fruto del seguimiento del proceso contra este nazi que, como muchos otros, argumentó en su defensa que acataba órdenes. Por eso, a Arendt le resulta más acertado hablar de “asesinato en masa administrativo” que de “genocidio”. Huelga decir que para muchos fue arrojar un puñado de sal sobre una herida recién causada.


A partir de entonces, se sucedieron títulos que iban jalonando la senda de una obra tan prolífica como apasionante: ‘La condición humana’, ‘Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política’, ‘Sobre la revolución’, ‘Hombres en tiempos de oscuridad’, ‘Sobre la violencia’…


Quizás el pensamiento más hermoso de Arendt fue el convencernos de que no hay crisis que pueda con la libertad humana; que incluso en los momentos más difíciles, como una guerra mundial con genocidios de por medio, uno está en condiciones de responder personalmente a su destino. Ella encarnó el hecho de que la libertad es un recinto sagrado que no te puede usurpar nadie, ni siquiera tu verdugo”, explica Gutiérrez.





JUDÍA Y NAZI, UN BINOMIO POSIBLE

Que el amor de Arendt por Heidegger era indisoluble lo constata el hecho de que, pese al mazazo que debió suponer para ella, judía, se insiste, que él se afiliara al partido nazi, ella permaneció fiel al maestro. ¿Qué le arrebató de él? “Que siempre pensaba no sobre algo, sino algo.

Las cartas que se conservan del archivo personal de la filósofa no dejan lugar a dudas: Heidegger también la amó… pero a su manera. “Heidegger la utilizó; supo desde el primer momento que ella estaría a su lado, él era consciente; incluso habiéndole hecho la mayor afrenta posible, rechazarla por su sangre, ella permaneció junto a él. Él fue su gran amor, su pasión intelectual, quien le había despertado a la vida y Heidegger sabía que en la cabeza de Arendt había una buhardilla habitada por él y utilizó ese espacio siempre que fue necesario, no sólo como necesidad afectiva, sino también como necesidad intelectual; ella le entendió como nadie, pero satisfizo sus necesidades prácticas, por ejemplo, supervisando y publicando sus libros en Estados Unidos, con un inglés correcto, haciéndole de embajadora en un momento en que su reputación estaba por los suelos tras haber apoyado a los nazis. La utilizó desde su más tierna juventud hasta su ancianidad”, relata la biógrafa.


Heidegger no menciona en ninguno de sus escritos a Hannah. Tampoco hace referencia a sus trabajos. A ella, por lo menos, no le faltaba el sentido del humor: “se cita y se interpreta a sí mismo como si fuera un texto de la Biblia”. Quizás porque nos convertimos en aquello que amamos y, no obstante, seguimos siendo nosotros mismos Hannah no quebró esa lealtad, siempre cimbreante entre la admiración y el erotismo. Por su inapelable amor, ella pudo escribir aquello de “al final de nuestra vida descubrimos que sólo es verdadero aquello a lo que hemos podidos continuar siendo fieles”.