Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca.
Ap, 3:16

Un individuo serrinoso, un señor cansado, lava los platos bajo la luz que entra por la pequeña ventana de la cocina. Es un haz mortecino, grisáceoverdoso. El Apocalipsis pasa, trémulo, a través de los grasientos cristales. La escena recordaría si fuésemos cultos a la atmósfera de Fin de partida de Beckett. Simplemente nos deprime ver a este ser herrumbroso redistribuir la roña en una vajilla desportillada de esmalte antes blanco, incluso más blanco que la cama de hospital de Oscarnello Matzerath Bronki, y ahora tan agrietado como un lienzo de iglesia abandonada. No sé sabe si es realidad o ficción, porque en este momento discernir entre las dos opciones es complicado, dificilísimo si no somos avezados observadores. No lo somos. No sabemos lo que vemos, pues.

La última voz audible antes de la explosión del mundo será la de un experto que diga: es técnicamente imposible.
Peter Ustinov

En la calle un grupo se arremolina en torno a un profeta con barbas, que encima de una banqueta de madera y al lado de un cubo lleno de carbones agonizantes, grita consignas tan trilladas que la gente las toma como novedosas, pues sus mentes han hecho un esfuerzo sobrehumano por borrarlas. Vociferantes mendigos, policías desertores, ladrones de tumbas y médicos ambulantes son el público del enjuto profeta de barbas. Sigue sin decir nada que no hayamos oído antes, pero a sus seguidores que cambien unas cuantas palabras por sinónimos rebuscados cambia todo. También miran algunos perros escuálidos. Creen que porque huele a carbón, habrá algo de comida. No puede ser. Comer está prohibido por el profeta delgado. Dice que él no comerá hasta que no se arreglen las cosas del mundo. No sabemos si sabrá que el Apocalipsis está a punto de aparecer detrás de las nubes, por encima de esos edificios altos, que observan impertérritos, como árboles esqueléticos llenos de sogas de ahorcados, en la escena de la esquina al lado del cráter del metro.

La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad.
Friedrich Nietzsche

Tras un muro de tablones está el descampado. Cristales, fuegos encendidos. Guijarros como pavimento. Unos niños sucios juegan al balón con un trozo de ladrillo plano. Más perros escuálidos que campan a sus anchas como si esto fuese el mundo de futuro involutivo de Dudo Errante. Ayer descubrieron un muerto en unos contenedores de basura que jamás vacían. Hace mucho que por aquí nadie viene a recoger la basura. La inmundicia se ha hecho parte del paisaje. Ya ni hiede. Uno de los niños se ha dado en la frente con el poste de la luz que hace de palo de portería. Se ha clavado un hierro mohoso. Los críos se ríen de él. El herido no llora de pura estupefacción. Un señor que paseaba por allí buscando trozos de porcelana se acerca y se lleva al pequeño sangrante. Los otros siguen con su pelota ladrillo bajo la luz, esta luz que hace que la saturación de todo circunde el blanco y negro en ocasiones. Un edificio se ha derrumbado. Se oye como cantos de río dándose en una marmita de gigante, y después el aire huele a polvo y a amianto. Una trompeta del Apocalipsis. Corren a buscar el rascacielos que ha colapsado. Seguro que hay juguetes y dinero entre los escombros.

Cómo olvidar el pasado, vivir en el presente y no pensar en el futuro
Post de blog de autoayuda WikiHow

Al otro lado del puente, una chica delgada, vestida con un pijama de marca con motivo de pequeñas gatas japonesas de animación, prepara una merienda cena integral con té rojo, napolitanas de soja y semillas de amapola rellenas de tofu dulce en su mini estudio. Lo retrata para Flickr. Después pulsa el botón para elegir la otra lente, y se hace un autorretrato con su iPhone . Es a la vez pícaro e infantil. Muestra medio seno, y un trozo de su sonrisa Instagram con el fondo de un póster de un retrato de payaso de John Wayne Gacy. Llama a Motitas. Motitas es su gato castrado. Es color azul con motitas amarillas. El gato gordo gordo se acerca maullando de mala gana. Da pequeños mordiscos mientras dan el Parte Obligatorio de las 8 y media. A ella no le interesa demasiado, pero confía en lo que dicen los hombres con toga del podcast holográfico. Tampoco se entera mucho de lo que hablan. Huele las flores de la ventana y sopla su flequillo pensando en lo que deparará el nuevo día. Quiere hacer un vídeo montaje de aviones pasando por los edificios de la ciudad. Hoy parece ser que han demolido uno y el polvo le ha fastidiado una foto fabulosa que tenía pensada. Bueno -piensa para sí-, iré al centro con la bici a fotografiar a esas prostitutas enanas de Babilonia que tanto se llevan ahora. ¡Son lo más!

Era una pasión por la mirada, y en su mirada estaban los ojos antes del tiempo;
dice su padre que el tiempo es melancolía, y cuando se para lo llamamos eternidad.
San Juan de la Cruz

Al cruzar la calle un hombre se da cuenta de que ha olvidado su cartera. Su cartera es su vida, y la ha olvidado encima de la mesilla de noche de una desconocida habitación de Panalhotel. Su aliento olía a carbón y a lodazal. Caía la tarde y no se encontraba en un barrio controlado. Había ido tan lejos para alojarse en el panal donde conoció a su mujer. Su mujer ya no está en la ciudad, ni siquiera está en esta parte del globo. Su mujer fue reeducada y ubicada en otro sitio. Desconoce cuál. Tenía que volver a por su cartera. Allí tenía todo lo que le unía al mundo a salvo del otro lado del puente. Su ID, sus tarjetas de crédito, su carnet de conducir... ¡Maldita sea! Debería haberme dejado poner el chip ese en el ojo, pero ella se negó. Ahora era tarde. Lo miraban mal en el trabajo por depender de cosas tangibles para sobrevivir en civilización, como un hombre de las cavernas o un siervo de la gleba. Y además ella no estaba. Conocía al dueño del panal, y por eso confiaba un poco más; pero esas limpiadoras suecas no les hacían gracia. Hablan en el extraño idioma de los vikingos y siempre están robando. Son largas y rubias, parecen caimanes albinos. Dan asco —pensó—.
Una espesa lluvia de gotas gordas y esféricas empezó a caer, haciendo que el acre olor de la calle se reavivara. Fue corriendo al portal del panal. Allí había un negro, vestido de botones. Lo conocía. Preguntó por su cartera y dice que se la habían encontrado en una papelera sin ningún crédito y manchada de miasmas. Lo importante si estaba. Menos mal, pensó. Pero vio algo que antes no estaba. Una pequeña tarjeta que decía: Ap1:8. Una chica desnuda y espatarrada enseñaba su sexo abierto en una postura tan poco erótica como fingida. Era una foto de su mujer. ¡Putas suecas!

El poder desgasta sólo a aquel que no lo tiene.
Giulio Andreotti

Unos señores bebían café a lo largo de una mesa oblonga. La madera era de ébano, negra y brillante. Del Líbano, decía constantemente el Señor Principal. Los otros asentían, aunque desconocían lo que era el Líbano, el ébano y lo que significaba oblonga. Unas pantallas con muchas cifras circundaban la habitación. Eran de esas pantallas semitransparentes que dejaban ver lo que se ocultaba tras ellas; en este caso, súper ordenadores con lucecitas que se apagan y se encienden, que se apagan y se encienden. Los hombres iban con togas largas y corbatas negras. Y con bombín. El Señor Principal lucía un hongo verde para distinguirse. Examinaban la situación a expensas de lo que pensara el pequeño anciano risueño. Según los últimos burofaxes en la otra parte del mundo ya habían empezado los cataclismos. Ninguno estaba nervioso. ¿Tenían búnkeres cómo se rumoreaba en las Divisiones de las Cloacas? No, simplemente el Señor Principal estaba tranquilo; siendo así no había porque preocuparse. Eso de ahí es de teca, de tecaaaaa. Los otros les reían la gracias mientras a su alrededor el Apocalipsis en las antípodas era televisado por las cámaras ultrasecretas del Estado.

La mitad del mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad.
Jane Austen

Aquel local había sido, en un pasado no tan lejano, un bar de bocadillos y raciones. Aunque quedan en la pared listas de precios e imágenes idealizadas de los platos combinados. Los que allí estaban hoy no habían conocido esa comida. Es más, ni la veían como tal. Creían que era de polímero comestible hipoalergénico, como hoy hacen los juguetes sexuales o algunos muñecos. En el escenario tocaban una señora mayor, un joven con pelos azules y un grupo de chicas cantaban motetes. Los motetes electrónicos eran lo último de lo último. El bajo continuo era una base de samplers metálicos y los laudes viejas guitarras acústicas modificadas. Causaba sensación lo vintage. Entre la muchachada se movía un señor con toga negra y corbata azul cobalto. Entre tanto cuero llamaba la atención la pulcritud del hombre de negro. Muchos creían que era policía, otros que era un Señor Principal huido de la justicia, pero la prosaica verdad es que era un funcionario que se había vuelto loco. Los funcionarios no visten así, pero había robado el traje en una sastrería saqueada del centro de la ciudad. Iba con esas ropas para ir contracorriente. No necesitaría más su traje caqui y amarillo de polyester. Se iba a quedar escuchando motetes hasta el amanecer. Sólo él sabía entre toda esa gente drogada por el pegamento y el cloroformo diluido que el Apocalipsis llegaría con las primeras luces del alba. El descubrió todo aquello en un algoritmo anómalo de la computadora. Se puso a tirar del hilo y comprobó con demostración matemática elegante que el fin del mundo como nosotros lo conocemos estaba llegando. Cuando lo comunicó a su Señor Principal, este elogió la tarea y lo comunicó a las altas esferas. Le aumentaban el sueldo un 5 % y le añadían 5000 créditos para la jubilación. Pero señor, eso no tiene sentido, el final es inminente. Que no vaya a durar usted tanto no significa que no lo merezca. Esos Señores Principales eran de una extraña condición. Los más atrevidos decían que estaban locos, pero el funcionario sólo veía organismos chochos y decrépitos, a los que la droga de la eterna juventud afectaba el ánimo. Se acercó a la barra y pidió una Coca-Cola. No tenían. Mecacola tiene que ser. Venga aquí ese Mahoma —dijo dicharachero—. La minúscula y regordeta que servía no se enteró. Bueno. Mejor para ella. Y sorbió su bebida como si no hubiese un mañana.

Qué suerte la tuya, tienes una elocuencia como nadie. Te hace creer en tus propias palabras.
El Séptimo Sello - Ingmar Bergman

Siete spams llegaron a siete ordenadores no insertados en ningún neocórtex. Nadie, pues, echó cuentas en esos mensajes de las cuentas dadas por el Estado a las únicas siete iglesias que quedaban en el mundo que adoraban a Cristo.
Un cachorro de oveja que deambulaba por un campo lleno de metralla y alambres se había quedado atrapado en uno de esos enjambres de espinas. El pastor lo buscaba pero no se atrevió a ir a donde las bombas enterradas que llamaban minas, aunque ningún metal, ni precioso ni útil, se podría sacar de allí, sólo muerte o amputación. En una lejana biblioteca del oriente, más allá del Sinaí, había siete iBooks con  siete contraseñas. La bibliotecaria desconocía las claves, pero ese día llegó un ángel del Señor y desencriptó los siete passwords. Los cuatros primeros iBooks hicieron aparecer en pantalla retratos de los cuatro grandes enemigos del Estado, que montaban en bicicletas. El sentido común, la verdad, el árbol y la lujuria. Con la quinta de las claves, un billón de whatsapps colapsaron los servidores. Eran mensajes de los muertos que preguntaban si podían volver si eran juzgados. El Estado había decretado que la muerte era irreversible, así que todo fueron negativas por parte de la funcionaria de la biblioteca. Cuando se tecleó la sexta contraseña grandes hecatombes movieron los cimientos de la litosfera. Plumas mantélicas salía por todos sitios. En algunos lugares había terremotos. Los edificios caían, pues las Leyes contra la Sísmica, declaró años atrás que los temblores de Tierra sólo ocurren en países en vías de desarrollo, y por tanto, Occidente estaba exento de pagar tal tributo a Gea. Tras ello se suponía que todo el mundo se escondería, pero tras siglos de guerra, a la gente le dio más o menos igual. Los dirigentes en sus atalayas tomaban el café, los niños jugaban al balón entre cadáveres de suicidas y la gente iba a pasar un buen rato con las Prostitutas de Babilonia, que eran enanas. Se reveló en los libros que había 144.000 elegidos, pero sólo ellos se enteraron, pues recibieron sobre ellos la ciencia infusa. Lógicamente almacenar tantos datos en su cabeza los volvió locos, y desquiciados se veían por las calles, montados en cualquier sitio por encima del suelo, contando las verdades. Eran llamados Profetas y el Parte dijo que era una nueva tendencia aprobada por el Estado, aunque el Estado desconocía el por qué de estos alucinados que contaban cosas que nadie comprendía. El cielo adquirío un matiz de eterno crepúsculo nublado con luces anaranjadas. Los seguidores de los profetas vistieron con uniformes blancos, en vez de con los monos de color caqui reglamentarios. Eso inquietó al Estado, pero hubo tanta paz aquellos días en los territorios de la OTAN que nada hicieron en ese sentido. Cuando el ángel del Señor tecleó la séptima clave, aparecieron en el ordenador del Congreso Nacional de Números y Fichas siete mp3, que se habían bajado por un sitio ilegal de descargas, posiblemente de fuera de los confines del Occidente Atlántico. Alternativamente funcionarios del Estado hicieron sonar las diferentes canciones en ordenadores cúanticos estancos. La primera trajo consigo el fuego y sangre, y los jardines que quedaban se secaron. Nadie notó la diferencia, pues ya no había jardín alguno en la Megalópolis de Poniente. Al sonar el segundo mp3 una de las plumas mantélicas convirtió el mar en una masa amarronada y maloliente. Muchos seres murieron, mas ningún humano, pues el mar estaba vedado. Con la tercera murieron las mascotas, pequeñas ratas y lombrices en terrarios improvisados en tupperwares transparentes. Los perros al ser salvajes, y considerados ciudadanos no murieron, al contrario, aullaron y copularon para traer más ciudadanos cánidos. La cuarta canción hizo desaparecer del firmamento el Sol, la Luna y las estrellas. Los astrónomos las veían en sus grandes telescopios allá en sierras muy lejanas, ajenos a toda profecía, pero el Occidente no podía ver nada por la bruma y las luces anaranjadas que tornaban verdosas al llegar la noche. La quinta prudujo un socavón de muchos estadios cuadrados de desolación. Se tragó hombre, edificios y coches públicos, mas a ninguno de los elegidos. Los caos reptantes que del agujero surgieron hicieron grandes daños en algunas regiones, mayoritariamente ecuatoriales. La sexta obra sonó y los ejércitos del mundo ejecutaron a uno de cada tres de los que vieron por las calles.  Habían pensado que el terror paralizaría a los ciudadanos, sin pensar que los ciudadanos ya estaban tiesos como los dedos de un muerto desde hace muchísimo tiempo. No dejaron de ver el Parte ni muchísimo menos dejaron de tomar la ginebra que destilaban los niños en las fábricas. Cuando se activo el reproductor con la séptima canción el sistema eléctrico general se vino abajo y de las nubes, o de por encima, se escuchaban murmullos de gente hablando en lenguas. Empezó a llover. La gente volvió a sus casas, apartando los cadáveres de las calzadas con el pie.
Entonces una de la meretrices enanas creció, deforme, hasta el paroxismo en muy poco tiempo. Apareció en el cielo un gran monstruo vermiforme, tal que un platelminto. Y entonces empezó una guerra entre todos los ejércitos del mundo. Del cielo bajaban millares de naves de otros mundos y la Tierra quedó un poco más desierta. La prostituta parió al que estaba en caminos de ser el Gran Líder, el Señor IMPORTANTÍSIMO con bombín dorado. El gusano y la mujer gigante lucharon en una bahía de una de gran ciudad. Aparecieron dos virales.  Revelaban el número de identificación del pirateo del programa de inicio. Sólo aquellos que supieran la clave podrían comprar por la red. Los que no la tenían vivían del extraperlo. O no vivían a secas. Ese número es la clave de la Bestia. Y los que sabían cavilar sabían a quien señalaba. Dos personas en todo el mundo. Lo publicaron en twiter y en dos segundos ya hacía chiste sobre el signo en Facebook. A continuación llegaron plagas, advertencias e interacciones con la bestia. Los profetas cantaban y la gente se despellejaba. Aún así la gente no se dio por enterada y fueron vertidos desde las nubes siete potentes pócimas para hacer sufrir aún más a todos. Los señores con toga se reunieron en un conclave alrededor de la mesa oblonga más grande del Occidente conocido. Y decicidieron adoptar a la ramera gigante y enana como Señora PRINCIPALÍSIMA por delante de todos los Señores de todas las ciudades. Después de todas estas penurias, ya cotidianas por haber pasado años y años de sufrimientos y horrores, el Sol iluminó las ruinas y los descampados, los pimientos plantados en latas y las estepas donde habían huido los más sabios de todos los que no eran del Estado. Un gran estallido vino de Oriente y Occidente cayó en mil pedazos. Todos los lujos fueron aniquilados con la bomba H. Los pocos que sobrevivieron, los que no pasaban por allí, supieron que el fin se acercaba y estaban jubilosos. El ciclo viejo se consumía como un pábilo de una vela empapada de gasolina. Los contemporáneos estaban perplejos y se levantaron cadalsos en cada una de las ciudades en pie o con personas. Bajó del cielo en un artefacto y un JUEZ SUPREMO legitimado por los Señores que huyeron, que venía de más allá de los ríos y de la cadena montañosa, condenó a la ramera a muerte y los Señores Principales que no habían muerto de lepra o de locura se les confinó en una isla en el Mar Mediterráneo. Todo fue derruido y gente extraña de ojos rasgados vino de muy lejos a reconstruir los edificios. Los descampados seguían en donde estaban, pues era arriesgado cavar, pues los muertos aún llamaban a los vivos con sus smarphones.
Así se hizo la nueva capital de Occidente, se llamo Nueva Jerusalem, por un antiguo mito olvidado. Las mentiras fue sustituidas por otras nuevas. La gente seguía viendo la luz pasar por los cristales , palida y mortecina, los niños jugaban al balón con trapos atados con fixo y hubo gente que no percibió cambio alguno.
En realidad, se podría decir que el Apocalipsis es perpetuo. Cuando no ocurre en una zona ocurre en otra, y depende de mentalidades aleatorias que estén pendientes.

Escrito a mayor gloria del Estado por el Escribano
Principal del Congreso Nacional de Números y Fichas.

Pido perdón de antemano por los fallos y las faltas por el léxico y la coherencia, pues la cosa ha sido façida a salto de mata y sin paciencia.


Vellem, ut in suis malis, et ex hominibus nasci, perinde est ac constantia, ut res est, non ex ore, ad façida patientia.