LA VIDA ASESINA
Casanova
nos confiesa en sus memorias que nada le inspira más desconfianza que los
idiotas. Después de todo hay un orden y un plan en el malvado, aunque nos perjudique,
pero el idiota es imprevisible, y no tiene por qué disculparse por sus
desatinos (sólo ha cometido una torpeza sin que haya cálculo previo o mala
intención). A Casanova también le inquietaba que la estupidez fuera contagiosa,
y reconocía –con su sensatez habitual- que en más de una ocasión la compañía de
un necio le había rebajado a su mismo nivel. ¿Sería posible trasladar al
asesinato las figuras y los casos que plantea Casanova? Imaginemos, frente al
esteta del crimen que propuso De Quincey -que planifica su asesinato como una
obra de arte- a un carnicero sin maldad que aniquila a los hombres sin darse
cuenta. Este matarife cándido, ¿no sería mucho más terrible que John Wayne Gacy
o Ted Bundy? El pintor francés Félix Vallotton, escritor secreto, se atrevió a
explorar esa posibilidad en la novela “La vida asesina”, creando a un asesino
inmortal, Monsieur Verdier. Lo interesante es que ese asesino santo, ese idiota
del gremio de los carniceros, recuerda –en una imagen invertida- al anarca de
Jünger.
La vida de Monsieur Verdier es una concatenación de errores que
tiene como consecuencia la muerte de quienes le rodean. Asesino involuntario,
Jacques Verdier intenta comprender el talento terrorífico con el que ha nacido.
Lo fascinante de “La vida asesina” es la cercanía del protagonista a las
fuerzas de la fatalidad, al miasma del poder y la violencia. Hay un ángel
aniquilador en las tertulias de café parisinas, un portador de plagas que
recorre, con aspecto de hombre gris, los burdeles y los salones del fin de siècle francés. El acierto de Felix Vallotton está en
mostrarnos el diálogo íntimo de Monsieur Verdier con sus propias fuerzas,
diálogo que acaba convirtiéndose en incendio.
Al leer “La vida asesina” sospechamos que Monsieur Verdier
fracasó en una prueba que se pierde en la noche de los tiempos, y que nunca
conseguirá a recordar. Quizá, de haber salido victorioso de esa ordalía que
sólo podemos imaginar, se habría convertido en anarca. En la obra cumbre de
Jünger, Eumeswil, el anarca Martin Venator nos muestra su relación íntima con
el destino y el poder. El protagonista de “La vida asesina” sabe que en el
centro de su vida está ese vínculo pero no soporta –a diferencia de Venator- su
peso sobrehumano y sueña con desaparecer. En sus confesiones habla con
transparencia de esa carga, e intuimos que ha activado una energía de alto
voltaje que no es capaz de controlar y que a través de él alcanza a los demás.
De ahí sus fantasías de suicidio: “único
en llevar mi nombre, el todo retornaría a la masa, y no lesionaría a nadie”.
Jacques Verdier oye las voces del Bosque y vive en la soledad más absoluta,
lejos del resto de los hombres.
De la palabra latina fatum
viene nuestra palabra hado -la fuerza que arrastra a Verdier- pero también
hada. Verdier vive entre el sueño y la vigilia, como una criatura feérica, y su
hogar está en otra parte, in illo tempore
(de ahí su sensación de extranjería). Es el hada que trae la ruina. Y a
cada momento presiente que va a comprender su vocación, que la misión que se le
ha encomendado va a mostrársele con claridad: “voy a poder, al fin inofensivo y domado, entrar en el orden inmutable
y sereno que gobierna los cuerpos, los mezcla, los neutraliza, los fija o los
distribuye, con imparcialidad, según las leyes de la química y de la gravedad”.
El misterioso Felix Vallotton ha creado un antihéroe inolvidable que pertenece
–por igual- a la novela negra y a la metafísica.
Jacques Verdier nos confiesa muy pronto que conoce la vía
peligrosa, el sendero que lleva al Bosque: “Poseía
el arte de confundirme con el terreno, me disfrazaba de arbusto, de roca, me
chupaba el dedo para ver de dónde venía el viento y encubrir mejor mis rastros
e incluso escuchaba el suelo, la oreja en el mantillo, para percibir al enemigo
de más lejos”. Antes de la historia y sus categorías hay un vínculo con la
Naturaleza, se ha pactado con el cristal, con las edades vegetales, con el
destino del mundo. Verdier lo sabía desde que era un niño.
En su confesión Jacques Verdier también nos anuncia su
preferencia por el disimulo: “defiendo
que se guarden las formas externas y que nada de lo que ocurra en el interior
se transparente en el exterior”. También ahí se encuentra, en germen, la
ambivalencia del anarca de Jünger, el ritual que Tom Ripley acabará
convirtiendo en sacramento. Jacques Verdier tiene una misión sagrada, aunque
escape a su comprensión, y frente a esa visión que le desborda el mundo se
vuelve pálido: “Yo tenía mi tarea y la
obligación que esta conllevaba”. En otra ocasión aspirará a “un acto superior, un acto digno de redimir
al resto”. El ensueño doliente con que recuerda su misión –una misión que
está más allá de la historia, de la psicología, de la política y que nos lleva
hasta otros cielos, al jardín del paraíso- recuerda al Drieu La Rochelle de
Estado civil. En el misterio viviente que es Jacques Verdier se reúnen la
fascinación por el arte de Tom Ripley (se dedicará a la crítica de arte), el
ensimismamiento de los personajes de Drieu y el hermetismo de Bartleby (“¿Existe, en verdad, Verdier?”, llegará
a decir Roberto Calasso al enfrentarse al enigma).
¿Cuál es la verdadera naturaleza de Monsieur Verdier? No es descabellado
imaginar que es un agente de poderes superiores, un mensajero que ha olvidado
su misión y que, en su huida hacia adelante, trae la ruina a los que le rodean.
Si seguimos esa intuición el Himno
de la perla, uno de los textos gnósticos
más hermosos, puede aportarnos algunas claves: “Olvidé que era hijo de reyes y serví a su rey; olvidé la perla por la
que mis padres me habían enviado, y a causa de la pesadez de sus alimentos caí
en un sueño profundo”. Jacques Verdier recorre Francia como un sonámbulo,
dejando una estela de muerte. “Vaga como
un alma en pena”, le dirán en una ocasión, y él mismo anunciará: “Solo, lo estoy siempre, en cuanto a lo que
hago aquí, precisamente me lo estaba preguntando”. De nuevo, presentimos
que Verdier ha olvidado una prueba fundamental en la que participó, y que quizá
sucedió fuera de la historia y del tiempo.
Lo que Felix Vallotton quiso decirnos de Jacques Verdier está,
sin duda, en el rostro del autorretrato que pintó en 1885. La ambivalencia de
la imagen es fascinante ¿Es un hombre simple el que nos mira o estamos ante un
agente secreto? ¿Está a punto de recordar algo esencial o hace mucho que abandonó
cualquier esperanza de recuerdo? El joven del autorretrato podría ser la misma
persona que en la novela dice: “mi
pasado, doloroso o pueril, mis exiguas dichas, mis remordimientos, Jeanne, el
olor a cadáver de mi vida, el porvenir, todo eso al fin se deslizaba, se
fundía, se derrumbaba en cascada a lo largo de mi ser, como la ropa fatigada de
un cuerpo”. Una imagen – las
vestiduras de las que nos despojamos- muy frecuente en los textos gnósticos, y
que ocupará un lugar central en el Himno de la Perla. Monsieur Verdier, anarca
truncado, fue a buscar la perla y se extravió en Egipto, en Sarbuj, en las
tierras de Babel y Mesena. Su tristeza, como la de Cirlot, es más antigua que
las edades del mundo.
Felix
Vallotton intuyó de manera brillante que hay personas que entran en contacto
con una potencia desmesurada, la fuerza del lobo, y son puestas a prueba. El
hundimiento de Jacques Verdier no es un caso aislado. En “Metafísica del sexo”
Julius Evola nos recuerda que los libertinos que juegan con el eros como si
fuera un juguete profano -con desapego y tedio dieciochescos- acaban activando
en ocasiones energías de alto nivel que les desbordan y les aniquilan (cada vez
que muere un Valmont se produce una epifanía). En una reflexión sobre los
asesinos en serie Patrick Harpur se acerca por otras vías a esa
intuición: “Al oír hablar de la espantosa
actividad laceradora y destripadora de los asesinos en serie fue cuando me acordé
de la terrible iniciación de tantos chamanes. Empecé a preguntarme si los
asesinos en serie no serían personas que tienen una vocación chamánica pero
que, por alguna razón, han dado la espalda a esta llamada. Atormentados por los
dáimones, que realizarían el imaginario desmembramiento que su vocación
requiere, sólo pueden acallarlos (y sólo temporalmente) desmembrando
literalmente a una víctima tras otra”. Evola y Harpur coinciden en un
punto: hay fuerzas a las que es conveniente prestar atención. Jacques Verdier
–que ignora esa advertencia- ha olvidado su destino, la misión sobrehumana que
le ha confiado su daimon. Los acontecimientos de “La vida asesina” son la
tempestad que sigue a una falta elemental de atención.
Al terminar de leer las confesiones de Verdier nos preguntamos fascinados: ¿quién fue Felix Vallotton? Si es posible encontrar alguna respuesta está en su autorretrato, que es impenetrable, y en esta extraña novela –hoy olvidada- donde se celebra la fuerza del lobo y la caída de un hombre. Aunque han pasado dos siglos su misterio sigue intacto.