ALCALÁ
MELODIE
lo
vivió BLANCA LACASA
RECOGIDA
Cogemos el tren de cercanías dirección Guadalajara. Parada Alcalá
Universidad. Es demasiado pronto para un concierto. Ocho y media de la mañana.
Esto no es nada rock and roll.
Llegamos a la estación. Paisaje desértico y bucólico. Se oyen pajaritos y hay
árboles. Un hombre aguarda con un cartel donde pone: BLANCA LACASA.
El folio está envuelto en plástico por aquello de la humedad. Me lo dará en la
despedida, de recuerdo. Nos pregunta. Le preguntamos. “¿Que si es entrada libre? No, no. Los presos tienen que apuntarse. Si
coinciden de distintos módulos pueden besarse -¿?-. Algunos son rivales y se
puede liar. Sí, los conciertos suelen estar llenos, aunque es el cuarto día de
actividades, así que igual están cansados y no les gusta o todo lo contrario...
Ayer hubo una cosa de rap latino y se sobreexcitaron,
les gustó mucho. Llevo veinte años de maestro ahí, las clases son voluntarias,
pero muchos van porque luego si tienen suficientes puntos, consiguen un permiso
extra o una visita de más o algo. Realmente no les interesa nada... Sí, sí, sólo
hombres… Se hizo un experimento hace años y se juntaron hombres y mujeres. Y,
claro, como si plantaras semillas… A los nueve meses había un montón de
presitos…”
LLEGADA
El complejo Alcalá-Meco
es una vomitona de cemento. Gris, gris, gris. Paredes inmensas que ocultan
cualquier cosa que ocurra en el recinto. Como entrar en un campo de
entrenamiento de marines o algo así. Raro. La sensación de privación de
libertad es casi física. Bajamos del coche y entramos. Se abren unas puertas de
esas como de las pelis. Nos piden los dnis y nos dan unas tarjetitas de visitantes. Hay
funcionarios.
Pasamos a un patio donde ya hay internos. Es la
zona común y no todos pueden acceder aquí. Se pasean en grupos. Hay alguno muy freakie, con pantuflas de cuadros, sudadera de rapero y mirada ida. El sexo femenino brilla por su
ausencia. Entramos en el módulo donde se celebra el acto. El salón está a
oscuras. Una mujer risueña y encantadora nos explica que se ha ido la luz y que
están tratando de arreglarlo. Me veo tocando a pelo y a oscuras. Reglubs.
ENTRE TINIEBLAS
Subimos al escenario. En semipenumbra. Seguimos preguntando al
maestro. Maldita manía. “Hay mucha
población joven y mucho inmigrante y la mayoría está aquí por trapicheos de
drogas. Esta cárcel es así, tan recia, porque fue concebida como de máxima
seguridad. Pero, vosotros tranquilos… Sí, bueno, a la gente aquí no le interesa
nada. Sólo el físico. En el patio, cogen palos de escobas, les ponen bidones de
agua a los lados y a hacer pesas. Es lo único que les importa: estar cuadrados
y yo no sé para qué, la verdad. Pero no quieren aprender, nada”. Desazón.
EL BAJÓN
El maestro se va y nos deja con un par de
taburetes, la guitarrita y la luz que ya ha vuelto. Alberto y yo nos confesamos
nuestro mutuo bajón. Ya estamos hundidos. Preferiríamos no haber sabido nada. O
así. Cantamos al aire. Dispuestos a que el técnico no aparezca, a que no haya
micros o a que la luz se vuelva a ir… La mujer risueña nos sugiere que vayamos
a tomar un café, que falta mucho. La seguimos como corderillos asustados.
EL CAFÉ
Pedimos tés entre visitantes y gentes que
trabajan allí. La risueña también es maestra, sólo que lleva menos tiempo. Nos
da una visión menos tremenda del tema. Nos dice
que allí no hay teléfonos móviles, ni acceso a internet.
y que hay quien encuentra en la lectura su
manera de evadirse. Quiero ir al baño. “Nada,
cruza el patio y ya lo ves”. Lo hago con unos pocos de nervios. Es raro.
Entro en el baño. Un cuarto enorme. Sin distinción de sexos. Con tres urinarios
para chicos y dos váteres cerrados. Me doy la vuelta dispuesta a irme. No
quiero salir de hacer pis y encontrarme con tres bigardos meando. Descubro un
supercerrojo que aísla todo el cuarto. Aleluya. Vuelvo. Terminamos nuestras
bebidas y volvemos.
LA PRUEBA
Llegamos al salón de actos. Un tipo toca la
guitarra y canta. Está probando. Alberto dice: “Sabía que esto iba a ocurrir. Mierda. Toca la guitarra mejor que yo y
canta mejor que tú”. El tío es como Luis Pastor.
Se presenta. Es el técnico. Una persona encantadora, sin duda. Nos dice que él
es batería y que toca en un grupo en la cárcel, que se llaman Los Inocentes.
También es mago del humor por lo que se ve. Probamos. “Es la primera vez que tengo que quitarle graves a una mujer” me
dice sonriente. Cantamos nuestra versión de Brassens
(La mauvaise réputation). “Ah,
esa la hacía Krahe. Menos mal que no hacéis flamenco
fusión, que ahora todo es rap flamenco, pop flamenco,
tecno flamenco, qué pesadez... Ketama
y la Barbería del Sur y los que lo hicieron al principio, molaban, pero ahora
ya...” ¡Cuánta razón! Aparece un tío que es como el cantante de Saratoga: melena lisa y negra por el culo, todo lo que se
ve de su cuerpo está tatuado, su tronco es cilíndrico y parece esculpido en
mármol. Es el guitarrista de Los Inocentes. Nos saludamos. Simpático. Es raro
que te presenten a alguien y que lo primero que pienses sea: ‘¿qué habrá hecho?’
LA
PRESENTACIÓN
“Ya están esperando, ¿os queda mucho? Soy Pepito Pérez, el jefe de seguridad de la cárcel. No os
preocupéis que está todo controlado: si hay algún problema, todo bajo control”. Tanta repetición sobre la tranquilidad y el control es cuanto
menos escamante y escamosa. Echan el telón. Una mujer nos presenta. Luego un
tipo dice: “Caballeros, porque son
ustedes caballeros, ¿no?, me gustaría pedirles que no se sobrepasaran y que se
moderaran en sus manifestaciones. Si quieren ustedes que estas actividades
sigan teniendo lugar, deberían evitar muestras como las de ayer y controlarse.
Si hasta hubo destrozos en los baños…”
Alberto y yo nos miramos. Me asomo por la rendija del telón. Glubs. Reglubs. Alberto me
pregunta con un hilillo de voz: “Empezábamos
con J’ai peur (Tengo miedo) , ¿no?” “¿Con
qué otra si no?” me pregunto yo con los labios cerrados.
EL CONCIERTO
Empezamos tímidamente. Hay mucho francoparlante, así que entienden las letras. Sueltan algún
chascarrillo, de bastante ingenio, de vez en cuando. “Esta es una canción sobre cosas que se rompen, amores que se marchan…”
me atrevo a explicar. “¿Otra más?” se
oye entre el público. No podemos evitar troncharnos de la risa. El concierto
transcurre de manera fetén. Ellos aplauden mucho. Le preguntan a Alberto que si
le gusta el fútbol, y tachan algún que otro arreglo de ‘¡hortera!’. Nos sentimos como Johnny
Cash en la prisión de Folsom. En general prestan más
atención a los temas más lentos y silentes que a los más ruidosos (todo el
ruido que pueden hacer dos encima de un escenario). Hay mucho bravo y mucho
guapa. Parece que les gusta. Al acabar, se cierra el telón. Tenemos que saludar
dos veces. Pienso que eso no va volvernos a ocurrir en la vida y que es uno de
los públicos más calladitos con los que nos hemos topado jamás.
LA DESPEDIDA
Un representante de los presos viene y nos regala un cenicerito y una
jarrita que han hecho para nosotros. Muy mono envuelto. Para salir del teatro,
tenemos que atravesar por el medio todo el patio de butacas. Ovación extrema y
gritos de ‘volved pronto’ y bravos y
más bravos. Con el tiempo, creo que lo recordaremos como uno de los conciertos
más emocionantes de los que hemos dado como Plastic d’amour.