ALASKA COMO MUJER ESCARLATA
fotos: CASILDA D. MENTE
«Este profeta ¿es viejo?» (pregunta de Salomé en la
obra de Oscar Wilde)
«Soy demasiado mística para ser una buena
petarda y demasiado petarda para ser una buena mística.» (Alaska)
Alaska ha declarado desde
mediados de los 80 con cierta machaconería su interés por la mística. Muchos lo
han tomado como una boutade (incluso ella misma, con frases como la citada hace
un momento, parece últimamente quitar seriedad al asunto, a un asunto del que
no conocemos cuadernos llenos de iluminadas, paradójicas, crípticas anotaciones
a lo Simone Weil -por cierto, ¿Alaska habrá leído aunque sólo sea un renglón de
esta gran mística occidental del siglo XX?- sino tan sólo aquel chiste cantable
titulado «QUIERO SER SANTA»): yo no pienso así. Alaska se interesa de veras, se
siente atraída realmente por la mística, por su cuerpo blanco y virginal, por
su noche de cabellos, por su boca de sangre, por los calentones sacros de una
Teresa de Jesús o un Juan de la Cruz, por el supremo solipsismo de las llamas
vivas, sí, pero no desde la devoción, desde el deseo de fundirse y confundirse
en ese crisol tan opuesto a su realidad cotidiana, de anhelar la mutación, de
evolucionar, sino (como Salomé con el encarcelado Yokanaán) para profanar algo
que la trasciende, para rebajarlo a su nivel, para disfrutarlo a su manera y en
la medida de su capricho (y, obviamente, para, una vez profanado, ajado su
brillo, desacralizado, cumplido su cuarto de hora reglamentario, tirarlo a la
basura y pasar a otra cosa). No desea bañarse en las puras aguas sino
bebérselas de una sentada y luego expulsarlas chulesca sobre la cara del mundo
(como en la escena más recordada de «PEPI, LUCY Y BOM»). Salomé acabará
logrando la pírrica victoria de la cabeza del Bautista (como en una letra de
Fangoria: ahí queda la idea) pero no llegará a hollar el espíritu del profeta.
Alaska, en su condición salomeica, persiste
en su constante profanación de la energía con la entropía. Musicalmente, si le
interesaba la mística de una manera honesta, no tortuosa, tenía vías abiertas
desde el principio (por un instante pareció dispuesta a seguir alguna de ellas
–nunca la he visto tan bonita como entonces, bonita por fuera y por dentro-):
el luciferismo (esto es, lo contrario del satanismo, de la profanación) de
mujeres como Nico o como Siouxie (sacerdotisas perennes de la luna, la belleza
y la inquieta comunión con los afines –antítesis de la mentalidad madonnesca,
tan cara a Alaska, de las que buscan el estrellato por el estrellato,
sacrificando las calidades por lo cuantitativo, la creatividad por la
estrategia empresarial-), las cuales llevan haciendo música sacra desde que se
pusieron por primera vez frente a un micro; el zen de un maestro como Leonard
Cohen; o el sufismo de un iniciado como Franco Battiato. Pero no: Alaska ha elegido,
como Salomé, la entropía: la entropía del cabello rojo tomate (tan thelémico,
tan babilónico y tan PSOE), la entropía de la silicona inyectada con manga
pastelera, la entropía de las historias de amores perros concebidas en gélidas
probetas, la entropía de atraer a personajes día a día más antiestéticos
(quiero recordar un comentario que me hizo Mario Pacheco a mediados de los 90,
sobre una vez que asistió en la discoteca Stella a un evento
ciberdélico-musical capitaneado por Alaska y del que se tuvo que salir abrumado
por la extrema monstruosidad física de los asistentes –y es que
al final, más que acercarse ni siquiera un poquito a ese Bowie que de niña tomó
como horizonte, en su afán teratofílico Alaska ha acabado por asumir cada vez
más los impulsos del gordo flotante de «DUNE», el jefe de la Casa Harkonnen,
siempre dispuesto a inyectarse una nueva enfermedad o a desarrollar una nueva
pústula «para estar más bello»-), la entropía de su rol (¡tan
profanador!) de Antivirgen llevada en alzas en las alegres procesiones de
Chuecatown o, finalmente, la entropía de su actual ambición (ya le queda
geográficamente chico el aura de heredera pop de Saritísima) de conquistar los
ghettos gays de todo el continente americano (tanto latino como norteño),
«...mierda es una palabra demasiado inocente...» (ROSA CHACEL)