por Beatriz Alonso Aranzábal


Toda la belleza que obnubiló al sobrecargo del avión cuando vio entrar a la pasajera de vestido ajustado y botines de tachuelas, melena rubia y fular de seda, empezó a difuminarse al verla sentarse junto a la ventanilla y pedir varias veces al compañero de asiento que le subiera y bajara su maletín rosa del portaequipajes, y al observar, después, que tecleaba el móvil con fruición mientras él señalaba las salidas de emergencia. Para cuando acudió a su asiento porque había pulsado el botón justo antes del despegue (quería un vaso de agua), esa belleza había perdido la sublimidad.





Una vez alcanzada la velocidad de crucero, y mientras empujaba el carrito de desayunos, el sobrecargo percibió un olor desagradable que temió fuera de algún alimento en mal estado. Siguió un rato dándole vueltas al nombre de la bella pasajera - estaba convencido de que se trataba de una artista conocida - hasta que de repente le vino la imagen de su mujer volviendo del trabajo, una guardería cercana, y preparando unas alcachofas a la romana para cenar. Con una sonrisa siguió con los cafés, sin percatarse de que atrás quedaban el olor a pies y los botines de tachuelas debajo del asiento.