I. 1980

En la azotea había un bidón del que dependía el agua caliente. Había que llenarlo dándole a una llave de paso, y claro, algunas veces se olvidaba. Un día de invierno de 1980 el bidón rebosó y como el agua caía lenta se formaron unos llamativos carámbanos. No sé en su zona, amable lector, pero en la campiña de Córdoba, y teniendo yo tan solo cuatro años, las estalactitas de hielo eran un acontecimiento. Bajé rápido porque mi madre no quería que me enfriara y tome Cola Cao caliente. Con los ricos polvos que convierten la leche en chocolateada —en aquellos tiempos aún se compraba el rico líquido al lechero— regalaban una medalla de la Olimpiadas. Moscú 80. Moscú estaba en Rusia. En la URSS. Primer recuerdo de ese país que se entrelaza indisoluble con el cacao soluble. Aún conservo la medalla. La diferencia entre estos dos países no existía, la URSS era Rusia. Un sitio donde hacía mucho frio y gobernaban personas muy muy mayores. Aún más viejos que mi abuelo Juan. Incluso igual de viejos que mi abuelo Miguel.
Posteriormente la mascota se hizo tan popular que hicieron una serie de televisión que me pirraba: El Osito Misha. No supe hasta mucho después que Misha era mi propio nombre.
También, claro, mi primer encuentro con el cirílico. Como lenguajes extraterrestes para la mente de un niño —español—. Al cabo de los años disfruté del tebeo de Mortadelo y Filemón referido a tan magno evento, pero ya con más conocimiento.

II. 1983-84

[...] y me ha hecho recordar
vidas pasadas
reencarnaciones ficticias
de mí mismo.
Estepas del Asia Central,
cuando el mundo era joven
todavía.
Aromas de anacardo y canela.
He sentido la grandeza
de los Budas gigantes
que jalonan el viaje.
Milenaria ruta de la seda.
Montado en
dromedarios lanudos.
Ciudades encantadas.
Nacimiento del Yant-sé Kiang
en cerros de verde espesor
filamentoso.

[...]
Estatuas carcomidas por los siglos
observan desde lo alto
la gran caravana.

La imaginación infantil sigue intacta
debajo de la corteza.


Escribí este poema titulado Recuerdos inventados en enero de 2005 volviendo del Video Club Hollywood, en la capital alhambreña. Acababa de morir mi abuelo y extrañamente también se cuela esa tristeza entre los versos, no formalmente, sino en el recuerdo. Aparte de pinceladas de elementos tan dispares como Robert E. Howard, Lovecraft y Battiato el aglutinador es mi extraña fijación por el Asia Central. Todo viene dado de “La Ruta de la Seda”, un mastodóntico documental que hicieron los japoneses y los chinos en comandita y que mis ojos absorbieron como sumideros—junto con “El río Amarillo”—  y mi cerebro como tierna esponja primordial. Lo mismo me pasó con “Cosmos” de Carl Sagan —que compartía protagonista ocasional, —. Aparte de China, Afganistán, Irán, estribaciones de India y Pakistán, la ruta comercial pasaba por esos países que tanto me fascinaban y que acababan en  “-stán” (del persa: ستان  stān) raíz persa que significa «lugar de»— y todos eran repúblicas socialistas soviéticas. Entonces, no todos los soviéticos eran rusos o de aspecto eslavo. Viendo ahora las imágenes con la característica —y un poco cursi vista a día de hoy— banda sonora de Kitaro otra vez me traslada a ese mundo antiguo, que ya era antiguo cuando yo lo percibía nuevo: Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. La cordillera del Pamir, Samarkanda, el mítico lago Isyk-Kôl que llevaba a sus orillas restos de antiguas civilizaciones desaparecidas. Pastores, caballos, raros campos roturados entre piedras. El hechizo de las caravanas moldeaba la imaginación del niño, y aún lo hacen del niño grande. Las caras simpáticas y dulces de ojos rasgados y mejillas rosadas. Muchas décadas después esos son los rasgos que puse para los habitantes del País de los Sueños, nacido de los dioses y los hombres, y que Randolph Carter se encontrara en sus aventuras oníricas en pos de la innominada Kadath.

III. 1989

Un día por la noche vimos en el salón de casa como la gente saltaba el Muro de Berlín. Era un día laborable, yo tendría que madrugar para ir al colegio al día siguiente, pero me quedé un poco más tarde que de costumbre —aún faltaban un par de años  para ver cineclub hasta bien entrada la madrugada y llegar al instituto con los ojos pegados—. No recuerdo la fecha si les soy sincero. Tras mirarla, la Wikipedia me dice que  es el 10 de Noviembre del 89. El equilibrio de la Guerra Fría empezaba a resquebrajarse. Menos de un año después la reunificación de Alemania fue un hecho, que recuerdo más nítido aún. Muchos fuegos artificiales desde el Reichstag (3 de Octubre del 90).

Ese año cursaba octavo de EGB. Me repitieron la consigna de que era la URSS era un país asfixiante donde todo el mundo quería huir. Donde sí ibas de visita con jeans y discos de Michael Jackson eras el amo. Todo lo que había oído de la URSS hasta entonces era de noticia del NODO. Estereotipos mezclados por el poso anticomunista rancio del franquismo —señores con cuernos y rabo quemadores de iglesias y escupidores de las sagrada forma— y el nuevo anticomunismo de la era Reagan —vendida en productos audiovisuales de rutilante empaque como traicioneros y taimados eslavos amantes del vodka y enemigos de la libertad—. La figura de Gorbachov era ya a esas alturas un icono pop y las palabras Perestroika y Glásnost nos bombardeaban en las noticias sin que yo tampoco supiera nada concreto de eso. Solo que se acabaría con un sistema económico y político que no te dejaba comprar lo que quisieses ni ir a ningún sitio.

IV. 1992-94

En aquellos días, la historia se había acabado —Fukuyama said—. Algunos aún se agarraban con puños y dientes a las migajas del mundo polarizado. En esa adolescencia ya tardía, faltando poco para una juventud traicionera, mis inquietudes por eso llamado la política se habían despertado como cualquier otro mecanismo hormonal inherentes a la edad. Quizá la política más que el vello corporal o las ganas de ser adulto. Esa migaja a la que me refería era principalmente Cuba. Los chavales un poco mayores que yo formaban un grupúsculo de grandes amigos de la Isla. Música de cantautores mezclado con idealismo propio de esa edad. Yo los consideraba unos mamarrachos, sobre todo a los cabecillas. Muchos de ellos acabaron siendo mis amigos con los años —algunos ya lo eran—. Pero tenía un rechazo muy de piel hacía esa música, esas lecturas, esas coordenadas ideológicas, ese activismo militante que impregnaba todo gusto e interés. Ese tufo intelectual que al final fui adquiriendo yo mismo pero desde perspectivas más anglosajonas, más indies —no los “indies” españoles surgidos a principios de los 2000— y quizás aún más snobistas. El líder mesiánico de todos era un profesor de Historia, carismático para algunos, un imbécil para casi todos. Nunca me dio clase pero acudió a mí como mosca a la miel al verme con una foto en mi carpeta de El Acorazado Potemkin (1925). No encontró lo que esperaba y a partir de ahí me trató con un desdén condescendiente típico  del que se cree superior moral. Eso no hizo óbice para que no tuviese yo también esa actitud durante años, pues erróneamente me repelió más la ideología del sujeto que la altura humana del mismo, es decir, la hez de una suela de zapato. Aun comprendiendo lo injusto de bloqueos en el ya cada vez más raquítico bloque comunista, la Revolución Cubana no me han resultado simpática nunca, quizás por los miembros de la Nueva Trova y lo pesados e intensos que eran los que acabo de mentar con anterioridad; sin embargo, lo que más queda de toda esa manía por ese grupito es mi odio visceral a Joaquín Sabina, ese engendro, que tiene y no que ver con lo que hablamos. Tiene que ver con esa torva chabacana de artistas españoles emparentados en los 90 con Izquierda Unida. Eso no es óbice para que los votase en Andalucía, donde mi antipatía por los señores del PSOE de aquí ya era notoria incluso de muy joven. Por mi entorno familiar tuve simpatías socialistas cada vez más desganadas hasta mi crisis de fe —qué no son las corrientes de pensamiento único sino una fe—. Como decía en ese momento mi único acercamiento a la Unión Soviética era por su cine y en parte por su música. Leía las historias de Eisenstein, Prokofiev, viéndose las caras con Stalin. Fue mi primer contacto con el líder comunista.

V. 2005-2011

Estas dos fechas indican algo.
La primera la última vez que voté en algo. Fue en el referéndum de la Constitución Europea. Dije No. Me la había leído. Solo saqué en conclusión que en vez de personas éramos usuarios y que como números podríamos contribuir en pos de la libertad de mercado y el sacrificio a la Europa über alles. Ya lo he explicado aquí en €pa. Para mi contacto vero con esta civilización, la occidental, tengo que remontarme quizá a los presocráticos. Posteriormente me resultan estimulantes otros procesos históricos de formación de entes determinantes para nuestra actual situación. En esos años busqué como un sabueso en las distintas alternativas que ofrecía el internet de la fecha al sistema que vivíamos. Miré desde carlismos hasta proextincionistas de la raza humana, todos los espectros cromáticos de las ideologías más subterráneas. Es cuando descubro la Asociación de Amistad con Corea, la famosa KFA de Cao de Benós. Siempre me habían interesado estos países socialistas no del todo alineados —Corea del Norte o Albania por poner los que me vienen a la cabeza—. Sin comulgar con las ideas juchés me da una nueva dimensión. Los pueblos no han de regirse por unas convenciones establecidas en otros lugares, y el socialismo juché es eso precisamente, una combinación de ideología y tradiciones autóctonas. Creo que fue el momento álgido de mi percepción de los Estados Unidos como imperio profundamente dañino, aun pareciéndome un país fascinante. Esto me llevó a pensar en cuando el asunto estaba nivelado, a cuando un contrapoder telúrico del mismo orden hacía que las tensiones fuesen tan grandes que ninguno de ellos se desmandaría por completo. Indagué poco a poco en la Rusia Soviética y en su relación con otras repúblicas más al oeste: (Bielorrusia, Ukrania y Moldavia).

Recordé el tomo de La Gran Enciclopedia de los Niños de cuentos contemporáneos en el que un niño aficionado a las Matemáticas no quería que los demás se enterasen que tenía gafas porque quería ser cosmonauta. Me fascina un país —aunque ya no exista— que tenga ese relato y lo envíe a una selección internacional de cuentos; cuenta mucho sobre la importancia que se le daba a la ciencia, a la tecnología para el desarrollo de una idea, un territorio, un pueblo. De primera mano conozco la experiencia de un profesor mío que colaboraba estrechamente —a día de hoy Miembro de la Academia de Ciencias de Rusia por su contribución a la Geología de Los Urales, Transbaikalia y Kola— con geólogos soviéticos. Un día le vi una casaca con bellos emblemas con cirílico y le pregunté. No me caía especialmente bien, pero le pregunté. Estuvo encantado con la pregunta y en una conversación medio larga que se dio en un albergue de la Sierra de Gredos  me contaba que aún en pleno derrumbe de los 80 del Estado Soviético deberíamos envidiar la situación de la ciencia y el conocimiento y lo bien que estaba todo dotado, de la preocupación en la eficiencia —este señor es muy estricto en esto de la eficacia— y que si en este país nuestro hubiera habido alguna vez tanta preocupación por algo podríamos ser potencia en lo que quisiéramos. Siempre me había parecido un señor más o menos conservador —a lo mejor me equivoco—, pero hablaba de un tema muy específico, la ciencia; supongo que era extrapolable a otros campos.

La segunda fecha que marco es 2011, que es la culminación de un proceso personal de desapego a la izquierda de este país. Y lo que llamé entonces la Revolución Individual Interna, auspiciada por ese concepto tan nebuloso de anarquismo burgués. Como dijo Maese Zurdo, la España mameluca es de izquierdas, más de fondo que de forma. Y creo que es así. Mi espíritu muy ácrata ha de tener el contacto con la realidad que da el trabajo y el pagar impuestos. La total ruptura sin visos de futuras conexiones con el pensamiento único de la progresía española se produce en los acontecimientos del 15M y derivados. Si mi abstención anterior era reflejo de esa querencia por el anarquismo hasta ese momento, se convierte en una seña de distinción que me separa de ese marasmo de pseudo revolución de escaparate, el nacimiento del ciberactivismo, una de las lacras en las redes sociales, del vota y vota bien, del frentismo, del guerracivilismo. La derecha nunca me desilusionó porque jamás comulgué ni comulgo con la mayoría de sus ideas, aun teniendo simpatías puntuales y personales muy potentes por pensadores y escritores conservadores —católicos casi siempre—. Quizá me sienta un poco próximo al hombre de pueblo castellano por las lecturas de Delibes, y sobre todo por lo que conocí a Anastasio, el padre de mi tío Félix. Soriano guardabosques que vivió su vejez en Bilbao y pasaba algunas temporadas aquí. O de su tío Viviano, segoviano, que pasó toda su vida en Madrid de portero de finca urbana, pero jamás perdió según vi sus pintas de señor del agro. Todo esto acarrea una sensación de desubicación que me hace mirar al Este y a Eurasia. De nuevo. Aunque ya en 2007 salía en mi blog verde su imagen, la figura de Stalin, como fuerza en el devenir ya no de la historia soviética, si no mundial, entra en mi imaginario de forma recurrente. Y también el ninguneo por parte de Occidente del pueblo soviético en su derrota del Nazismo y el alto precio que pagó, el más alto en vidas humanas y en esfuerzo bélico de todos los países en la IIGM. Porque el anticomunismo que supone la hegemonía actual del neoliberalismo económico sesga a base de bien esta gesta, que me aturde hasta a mí, tan poco dado a lo marcial y a la epopeya. La visión fría y dura de Stalin en el progreso de su nación convirtió un caduco imperio con siervos de la gleba y nobles de folletín en una gran potencia en un tiempo record, y luchando una guerra horrible en medio. Mucho se ha hablado de gulags, purgas, etc. El negacionismo de todo esto es una idiotez. Las cifras cambian dependiendo del que las diga, pero está claro que aparte de grandes golpes de efecto propagandísticos para los planes quinquenales, como la aparición del stajanovismo y su propia mitología del esfuerzo, esta férrea vigilancia en la severidad en el compromiso socialista, o sea la adhesión al Partido, supuso una notable y decisiva ayuda —aparte de éxitos en planificación a medio y largo plazo—.

Y echo de menos una nación que no conocí, que jamás visité, que he conocido de oídas. Putin dijo al pueblo ruso que no echar de menos a la Unión Soviética es de no tener corazón; querer que vuelva de no tener cerebro. La reconciliación con la historia pasada y su asimilación en la sociedad a día de hoy puede considerarse un ejemplo. No soy nadie para pedir que vuelva un concepto, una visión, que yo no he experimentado, ni como herencia siquiera. Pero eso no es óbice, para que una imagen, una fábula quizás brille en mi imaginación: la URSS. Lo que me conquistó sin yo saberlo fue su imaginería rica y variada. Sus carteles y monumentos tan grandilocuentes, pero también lo bonito de lo pequeño, los dibujos animados, como el propio Cheburashka, o los cuentos tan bellos que nos ponían de pequeños. A través de escritores costumbristas (sobre todo Chéjov) empecé a aproximarme ya no al alma soviética, sino al alma rusa, que han pintado durante toda la guerra fría, y posteriormente, como gente sin humor y gris, y nada más lejos de la realidad. Y como decía al principio, el crisol de culturas que acaparaba la URSS en su máximo esplendor hace que no fuera un país monolítico ni en razas ni en costumbres, y ni siquiera en religión. Las repúblicas del Cáucaso y las del Asia Central, aportaban esa nota de variedad, aparte de que Rusia es tan gigantesca... No me gusta el deporte, pero mi recuerdo está indefectiblemente unido a las Olimpiadas de Moscú y en eso también fueron potencia a niveles estratosféricos. La música clásica, tan bien cuidada siempre en la URSS, llenó con su declive en los 90 las orquestas —y desgraciadamente también las calles— de virtuosos más allá del Telón de Acero. Y en esas coordenadas andamos...

VI. Los días que corren
Epílogo


No veo apenas noticias desde hace muchos años, pero sigo manteniendo mi suscripción a Spuknit Mundo y a una de  NovoRussia básicamente porque es donde me informo de la situación en el Donbass. Sigo también a Natalia Vladímirovna Poklónskaya en Instagram, admiración que me legó también el webmaster de aquí. Mi interés actual por la vieja Unión Sovietica es, pues, de carácter fetichista y estético, una añoranza por un recuerdo que nunca tuve, como el poema, recuerdos inventados. Vivir a través de fotos antiguas, películas de desfiles, de esas estampas de la vida cotidiana. Es una ilusión, lo sé. Y sin ignorar lo malo en el fondo de mi mente, una idealización formal de una vida más sencilla, quizás, o más ordenada. No sé. Es una sensación rara y difícil de explicar.