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H

ay quien cree que el que escribe y lo publica por ahí contrae una especie de deuda con el que le lee y que se debe a su público. Yo preferiría pensar que es un intercambio no lesivo, voluntario, desprovisto de ese talonario del DEBE… HABER…, de esa contabilidad mental no simbiótica. Lo dicho, preferiría; pues a lo que me invita la voluntad es que los que juntamos cuatro letras por placer, por el mero hecho de escribir por escribir, por aburrimiento, diversión, por misteriosa pulsión, y sin ver un duro jamás por el negro sobre blanco, ya sea en papel o en pantalla, tenemos la patente de corso de hacer los que nos dé la gana. Bien es verdad que todo es criticable, que todo es opinable y se le pueden buscar todos los peros que queramos a cualquier cosa. Con los avatares de la vida he aprendido que vivir en permanente cuestionamiento de todo hace que no disfrutemos de nada. Y lo digo por experiencia propia de señor bastante agrio en algunas ocasiones.

E

l arte o —para no parecer grandilocuente— el proceso creativo tiene su raíz en lo inútil. Y no, no me invento nada nuevo. No es una idea ni mucho menos mía. Lo radicalmente no funcional como objeto de admiración —o al menos de atención—. Ese es el secreto último de lo que hacemos actividades nada vitales, no ingenieriles, asuntos baladíes para los que nos rodean. A veces el reparo, la vergüenza, ese tener demasiado en cuenta el qué dirán, nos paraliza más que nuestra falta de pericia o la ausencia de maestría. También el deseo de que te pasen el brazo por el lomo o el agradar por agradar, que es inversamente proporcional en libertad y estética a ese escribir al cuadrado que encabeza estos párrafos.

A

 día de hoy, en el que es tan fácil caer en la tentación de ponernos titulillos —yo el primero— la tecnología democratiza —¿quizás demasiado?... no sé— nuestro libre acceso a todo el mundo, como creadores de contenidos y ya como meros lectores de una forma intangible e infinita. Antes, en un mundo más arcaico, del que hace apenas dos segundos que hemos salido, el que escribía tenía ese brillito de élite y eran escritores por derecho propio, pues la deficientes —desde un punto de vista actual— redes de difusión solo ponían en la palestra a gente, que por profesión o méritos tenían tribuna en periódicos o en publicaciones varias. La línea tangencial, el reverso más salvaje era muy desconocido por el gran público, estando en guetos culturales, en fanzines, panfletos escupidos por la vietnamita o en editoriales alternativas oscuras e ignotas.  Hoy cualquiera es escritor, y si nos atenemos a la primera definición del D.R.A.E ciertamente es así. Hacer una división entre amateurs y profesionales es una difícil cuestión a estas alturas. Básicamente porque hay gente amateur que se gana la vida con sus bobadas y gente profesional —y muy buena— que se come los mocos. Yo, que ni una cosa ni la otra, me considero aficionado a la tecla y a expresar las chorradas que se me pasan por el magín; magín viene de imaginación, y la imaginación tiene sobre nosotros mucho más imperio que la realidad. No lo digo yo, lo decía de la Fontaine hace ya unos pocos siglos. Y es que aunque la realidad nos acaba golpeando de una forma u otra, la fabulación y ese poder vivir toda una vida en una tarde, que decía otro autor del que ahora no me viene el recuerdo, es un bálsamo para los que cada vez más disgustados con la realidad, nos adentramos en burbujas imaginarias de las que tenemos el control, —o casi— más cercanas al País de los Sueños que a los países que viven mirando la Bolsa de Valores.

Y

 es por eso que el que imagina, y lo concreta en palabras sin que se le remunere, no le debe nada a nadie, más allá de gratitud por la atención y deuda eterna a los que leyó, lee y leerá, pues el que escribe suele ser, y es mi caso, juntaletras regulero, pero en época de vacas gordas mentales, lector excepcional. Y de eso sí que, realmente, no hay que dar cuentas ni a turba ni a Dios ni a Rey ni a tirano alguno.

 

Dibujo de una persona