Esto era lo que yo ansiaba: una parcela de campo no muy extensa, con un huerto,
y su perenne manantial junto a la casa, y su poquito de bosque dominándolo todo.
Los dioses lo hicieron todo más espléndidamente y mejor. Bien está.

Horacio

Dios hizo el campo, y el hombre la ciudad.

William Cowper

El campo me pone nervioso. Está lleno de grillos y es tan tranquilo,
no hay a donde ir después de cenar y las polillas se comen las cortinas,
y te puedes encontrar probablemente con la familia Manson.

Annie Hall, 1976 (Woody Allen)

El campo

El campo fascina de forma extraña a los que habitan la ciudad. Esta poderosa influencia es más fuerte en función de cuántos ancestros cercanos vivieron en el agro; o a la inversa, se debilita cuando eres hijo de nieto de urbanita. Pero en este país salido hace relativamente de las vías de desarrollo, el pueblo —sinónimo de campo— es aún importante referencia de muchos habitantes de las capitales. Nunca debemos confundir esa fascinación con el más mínimo grado de entendimiento del medio rural. En las ciudades jamás se ha entendido nada de esto desde tiempos inmemoriales. Es más, incluso con la implantación de la posmodernidad, en algunos ayuntamientos que ayer fueron cuna de destripaterrones y andadores de la Mesta, a día de hoy con eso de tener tres restaurantes chinos o un centro comercial o una Inspección Técnica de Vehículos, hacen como la vista gorda a su pasado reciente y basan su orgullo local en cualquier industria o artesanía en serie, cuando no en algún monumento o similar. Y en el fondo del todo, éste que esto escribe, que nació, creció y vive en un pueblo está totalmente despegado de manera directa del sector primario. Hay que remontarse a las infancias de mis abuelas —tanto paterna como materna— para conocer a familiares míos viviendo las fatigas del campo. Mis abuelos fueron uno impresor y otro mozo de farmacia. Mis abuelas fueron amas de casa en cuanto casaron. Mi padre también impresor y oficial de registro y mi madre trabajó en la confección y en una tienda de lanas hasta que se casó. Mis tíos han sido panaderos, maestros, bancarios, dependientes. Es por lo cual que es más el tiempo pasado en el campo como estudiante de geología que como pueblerino en cualquier era —eras de siega, se entiende—. Eso sí, la mayoría de veranos de mi vida —treinta y muchos— los he pasado en entorno de cerros y huertas, pero eso no da demasiado conocimiento de la realidad del trabajo campesino, pero sí de otras realidades que acompañan a este entorno.

Vuelvo al principio. El ciudadano medio de las urbes acude de formas raras a los labrantíos. Cuando los hijos o nietos de los que emigraron hace 60 años vuelven —incluso alguno de los que se fue y jamás regreso hasta la vejez— lo hacen con una mezcla de cariño forzoso por las raíces y condescendencia a lo que eran horas de relatos de sobremesa y aventuras de niñez en la España de la carencia. Hay un halo misterioso en las casas encaladas y en sus gentes, que perciben como atávicos habitantes de un lugar más mítico que real. Y nada más lejos de la realidad. ¿Gañanes no hay? —se preguntaran ustedes—. Pues haberlos haylos, y a parvas, no les quepa duda, pero poco tienen que ver ya con los de hace tan solo 25 ó 30 años, se lo aseguro. Incluso los de esas épocas al llegar a la madurez y a la vejez se han amoldado a un mundo que cambia. Sería muy feo por mi parte afirmar que los paletos son esos turistas emocionales, pues en cuanto están unos días por aquí se les va la tontería al ver a la gente conocer a personas de su mismo equipo y que escuchan igual música machacona en las discoterrazas y en las verbenas. Es incuestionable que hay alguno que se pasa de listo y cuando se les afirma: aquí hay de replican con un absurdo: pero no hay bolera (es un caso real than life). Al hilo de esto, que es más queja de no estar en su ambiente que otra cosa, con la llegada de la auténtica posmodernidad de lo digital y el salto generacional milenial, es cuando esa incomprensión vaga e inconcreta de los capitalinos se ha tornado en feroz ignorancia hacia lo primario. Oleadas de bienpensantes montados en bicicletas arremeten contra lo ancestral.

La reescritura de la historia no es nueva, pero realmente ahora, cuando parece que los medios digitales tienen la verdad absoluta y todo ejercicio de interacción con la red se confunde con lo democrático, es donde se desarrolla una batalla de concepciones. 1984 es más real que nunca. Y la manera de entender la relación con el medio natural no escapa al revisionismo. No hay que negar la mayor, tengámoslo claro. La ruralidad es cruel. Dicho de otra forma, la naturaleza es hostil y así se manifiesta aún hoy en los inicios del cuatro milenio —y siempre lo hará por mucho avance tecnológico que haya—. Depender de la metereología, de las estaciones, de las enfermedades, de la aparente arbitrariedad de los elementos, es duro. Cosechar y pastorear, bregar con plantas y animales hace que el pan de cada día no esté controlado del todo, y eso escama al humano. El amor a la flora y fauna es evidente entre las gentes de los campos, pero hemos de entender que es una relación complicada que viene de muy lejos, desde esa ruptura con lo anterior que fue la Revolución Neolítica. Todo ese bagaje se borra de un plumazo en el núcleo duro de los urbanitas. Ellos y ellas, elles en definitiva, seducidos por teorías de Gaia y Pachamama de tres al cuarto, de esos que acuden a huertos urbanos, los que están en las cruzadas contra el plástico a golpe de click, esos adoradores de la odiosa niña esa que habla en la O.N.U. y les da por hacer pan en sus casas, ven en la auténtica relación del humano con la Naturaleza como algo tan primitivo que ofende, tan primordial que es crimen, tan poco civilizado que les aturde. Y como hoy todo se expande por la red, llegamos al punto de ver como sectores de la población rural, que ya solo se levanta temprano para ir a clases o a andar ven lo horrible de toda esta situación tan escandalosa. Más en twitter que mirando alrededor, bajo mi punto de vista, siempre un poco ajeno. Estoy siendo un poco injusto, bien es verdad, cargando todas las tintas sobre la muchachada, porque ya viene de antes todo este proceso de revisionismo; podríamos decir que desde la transición, pero claro por aquellos entonces era un mucho de rechazo hacia el medio que había sido tan hostil durante tantos siglos con todos nosotros más que una falta de entender las mecánicas de los trabajos y los días. Hoy que se trabaja desde la perspectiva de subculturas, las variantes de la cultura agrícola y ganadera en términos de aprovechamiento lúdico del terreno son múltiples, más las principales son la caza, la pesca y la recolección —en pueblos sedentarios, lo que era forma de vida se convirtió en accesorio, incluso en hobby—.

 


Cazadores recolectores today

 La caza, como práctica cinegética, que cumplía la misión de aprovisionar de proteína a los hogares más escasos y solo era divertimento en las capas más pudientes, hoy es entretenimiento enraizado en la carne y el alma de los campos. Yo soy el primero que no la comprendía en mi niñez y juventud. A día de hoy no practico tampoco la caza ni las más remotas ganas. La única ocasión que tuve de fulminar un tetrapodo fue matar por error a una rana con una escopeta de balines. Me reconcomió esa muerte batracia en mi preadolescencia, no les voy a engañar, pero ya les dije que no estoy adaptado al cien por cien al entorno. Se pueden hacer muchas disgregaciones sobre utilidades o normalizaciones de la caza, pero el hecho de que es una actividad recurrente en muchas civilizaciones durante muchos milenios explica por sí sola su implantación actual. Muchos dirán que eso no es suficiente para que se permita, pero otros muchos te dirán lo contrario. Lo mismo ocurre con la pesca, si bien ésta, en muchas ocasiones, al menos en mi entorno es más respetuosa con los animales, pues es de suelta. La carne de caza es uno de los manjares que nos proporciona el terreno, eso es innegable. Intentar aplicar el criterio en boga antiespecista es desatinado cuanto menos, cuando el ser humano en esos términos y por adaptación evolutiva ha sido un especista de tomo y lomo —con pimientos—. Nuestra especie es depredadora a unos niveles que solo podemos aspirar los humanos (y sus máquinas de matar). Ni fuertes, ni veloces, ni grandes, ni nada, mindundis, con un par de disparos de flecha o de mosquete, cuando no trampas sibilinas y arteras o redes en arroyos, cazamos; muchas veces en la historia hostigando de tal forma a una especie hasta el punto de provocar su extinción. Así que sí, somos bastante especistas, utilizando el neologismo de marras, a un nivel moral que simplemente no se plantea el cazador. Meter la moralidad en ciertos asuntos tan primarios presenta el problema de comunicación total que venimos acarreando, y es aquí donde quizás la brecha es más enorme (sin tener en cuenta la forma de alimentarse que no es que sea harina de otro costal, pero es transversal a campo, mar, industria, servicios, etc). A diferencia de otras épocas los cazadores y pescadores actuales tienen su punto de vista puesto en la conservación del hábitat y sus poblaciones más que nunca, empezando por un egoísmo concreto — no quieren que se acabe su afición— y también, por qué no decirlo, porque suelen ser personas que disfrutan mucho del campo. Y hay leyes reguladoras. Y las leyes han de servir a todos, supongo. A todos los humanos, mucho suponer también es. Pero los humanos legislando sobre otros animales siempre será, como dicen estos ecologistas radicales, especismo, aunque sea para salvarlos de la aniquilación, pues nos da a nosotros la potestad de salvar o no a conveniencia. Tema peliagudo, como vemos.

    La recolección, que también es lesiva en muchos casos, de setas, cardillos, espárragos, borrajas, verdolagas, etc… está muy extendida y no tiene enemigos en la ciudad que yo conozca. De hecho, hordas de domingueros ya sean rurales o urbanos, invaden los bosques de media España en busca de tan gloriosos manjares. También hay aquí leyes de veda y especies protegidas, pero las plantas no gozan del mismo prestigio que el animal entre los ultradefensores del bien por el simple hecho de no tener un sistema nervioso tan desarrollado como los metazoos o bichos, o bien, porque al poder ser depredados por todos, son la última caca en la pirámide alimenticia.

 

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Agro vs Civitas

 

Identificar lo rural con lo primitivo es un error que podemos cometer todos, tanto si lo abordamos de una forma idealizada como de una manera discrepante. Y es que muchas veces las dos concepciones pueden ir de la mano, discrepando con lo actual por una idealización del primitivismo. Comprender el campo español —yo no conozco ningún otro ámbito rural— desde la ciudad pasa por aparcar las estupendeces de la posmodernidad y las losas del pasado. El campesinado —aunque esta palabra suene a muy antiguo— es un complejo entramado social. Los adelantos llegan a este medio a distintos ritmos, pero llegan. También hay concienciaciones tanto antiguas como modernas que calan cada vez más hondo. La conservación y formas de explotación cambian, evolucionan, se regulan por las leyes a las que aludía antes. Separando el grano de la paja, buscando siempre el equilibrio entre optimización de resultados y respeto por el medio natural, podríamos concluir que quizás sea este sector el menos corrompido por vicios de nuestra civilización. De ahí que salte la chispa entre los que se creen vanguardia moral cívica y los que hacen lo que pueden con lo que tienen —hemos dicho ya lo hostil que es el campo—. Ser cívico —ser de ciudad, valga la redundancia— o ser ciudadano es lo que nos pone en el mapa de los derechos y deberes de un país. Si todos somos ciudadanos todo vivimos en ciudades. Y todos somos civilizados —que etimológicamente también deriva del latin civis, ciudadado y civitas, ciudad—. Y no es tan así, claro. Los que viven en pueblos son pueblerinos o villanos o aldeanos. Es un pequeño lío de términos y los utilizo arteramente, pero tanto como los que se autodefinen ciudadanos. Pero recuerden siempre que antes todo esto era campo, y tras el futuro salvaje, también lo será, así que somos de la civitas por tiempo contado. Las civilizaciones tienen auges y declives hasta desaparecer para siempre y a los civilizados humanos, incluso a los que son bárbaros aún a día de hoy les llegará su San Martín —con permiso de los santos, los cerdos, los carniceros y matarifes, que nadie se ofenda—.