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Esto era lo que yo ansiaba: una
parcela de campo no muy extensa, con un huerto, |
El campo El campo fascina de forma extraña a
los que habitan la ciudad. Esta poderosa influencia es más fuerte en función
de cuántos ancestros cercanos vivieron en el agro; o a la inversa, se
debilita cuando eres hijo de nieto de urbanita. Pero en este país salido hace
relativamente de las vías de desarrollo, el pueblo —sinónimo de campo— es aún
importante referencia de muchos habitantes de las capitales. Nunca debemos
confundir esa fascinación con el más mínimo grado de entendimiento del medio
rural. En las ciudades jamás se ha entendido nada de esto desde tiempos
inmemoriales. Es más, incluso con la implantación de la posmodernidad, en
algunos ayuntamientos que ayer fueron cuna de destripaterrones y andadores de
la Mesta, a día de hoy con eso de tener tres restaurantes chinos o un centro
comercial o una Inspección Técnica de Vehículos, hacen como la vista gorda a
su pasado reciente y basan su orgullo local en cualquier industria o
artesanía en serie, cuando no en algún monumento o similar. Y en el fondo del todo, éste que esto escribe, que nació, creció y
vive en un pueblo está totalmente despegado de manera directa del sector
primario. Hay que remontarse a las infancias de mis abuelas —tanto paterna
como materna— para conocer a familiares míos viviendo las fatigas del campo.
Mis abuelos fueron uno impresor y otro mozo de farmacia. Mis abuelas fueron
amas de casa en cuanto casaron. Mi padre también impresor y oficial de
registro y mi madre trabajó en la confección y en una tienda de lanas hasta
que se casó. Mis tíos han sido panaderos, maestros, bancarios, dependientes.
Es por lo cual que es más el tiempo pasado en el campo como estudiante de
geología que como pueblerino en cualquier era —eras de siega, se entiende—.
Eso sí, la mayoría de veranos de mi vida —treinta y muchos— los he pasado en
entorno de cerros y huertas, pero eso no da demasiado conocimiento de la
realidad del trabajo campesino, pero sí de otras realidades que acompañan a
este entorno. Vuelvo al
principio. El ciudadano medio de las urbes acude de formas raras a los
labrantíos. Cuando los hijos o nietos de los que emigraron hace 60 años
vuelven —incluso alguno de los que se fue y jamás regreso hasta la vejez— lo
hacen con una mezcla de cariño forzoso por las raíces y condescendencia a lo
que eran horas de relatos de sobremesa y aventuras de niñez en la España de
la carencia. Hay un halo misterioso en las casas encaladas y en sus gentes,
que perciben como atávicos habitantes de un lugar más mítico que real. Y nada
más lejos de la realidad. ¿Gañanes no hay? —se preguntaran ustedes—. Pues
haberlos haylos, y a parvas, no les quepa duda,
pero poco tienen que ver ya con los de hace tan solo 25 ó
30 años, se lo aseguro. Incluso los de esas épocas al llegar a la madurez y a
la vejez se han amoldado a un mundo que cambia. Sería muy feo por mi parte
afirmar que los paletos son esos turistas emocionales, pues en cuanto están
unos días por aquí se les va la tontería al ver a la gente conocer a personas
de su mismo equipo y que escuchan igual música machacona en las discoterrazas y en las verbenas. Es incuestionable que
hay alguno que se pasa de listo y cuando se les afirma: aquí hay de tó
replican con un absurdo: pero
no hay bolera (es un caso real than life). Al hilo de esto, que es más queja de no estar en
su ambiente que otra cosa, con la llegada de la auténtica posmodernidad de lo
digital y el salto generacional milenial, es cuando
esa incomprensión vaga e inconcreta de los capitalinos se ha tornado en feroz
ignorancia hacia lo primario. Oleadas de bienpensantes
montados en bicicletas arremeten contra lo ancestral. La reescritura de la historia no es nueva, pero realmente
ahora, cuando parece que los medios digitales tienen la verdad absoluta y
todo ejercicio de interacción con la red se confunde con lo democrático, es
donde se desarrolla una batalla de concepciones. 1984 es más real que nunca.
Y la manera de entender la relación con el medio natural no escapa al
revisionismo. No hay que negar la mayor, tengámoslo claro. La ruralidad es
cruel. Dicho de otra forma, la naturaleza es hostil y así se manifiesta aún
hoy en los inicios del cuatro milenio —y siempre lo hará por mucho avance
tecnológico que haya—. Depender de la metereología,
de las estaciones, de las enfermedades, de la aparente arbitrariedad de los
elementos, es duro. Cosechar y pastorear, bregar con plantas y animales hace
que el pan de cada día no esté controlado del todo, y eso escama al humano.
El amor a la flora y fauna es evidente entre las gentes de los campos, pero
hemos de entender que es una relación complicada que viene de muy lejos,
desde esa ruptura con lo anterior que fue la Revolución Neolítica. Todo ese
bagaje se borra de un plumazo en el núcleo duro de los urbanitas. Ellos y
ellas, elles en definitiva, seducidos por teorías de Gaia
y Pachamama de tres al cuarto, de esos que acuden a
huertos urbanos, los que están en las cruzadas contra el plástico a golpe de click, esos adoradores de la odiosa niña esa que habla en
la O.N.U. y les da por hacer pan en sus casas, ven en la auténtica relación
del humano con la Naturaleza como algo tan primitivo que ofende, tan
primordial que es crimen, tan poco civilizado que les aturde. Y como hoy todo
se expande por la red, llegamos al punto de ver como sectores de la población
rural, que ya solo se levanta temprano para ir a clases o a andar ven lo
horrible de toda esta situación tan escandalosa. Más en twitter que mirando
alrededor, bajo mi punto de vista, siempre un poco ajeno. Estoy siendo un
poco injusto, bien es verdad, cargando todas las tintas sobre la muchachada,
porque ya viene de antes todo este proceso de revisionismo; podríamos decir
que desde la transición, pero claro por aquellos entonces era un mucho de
rechazo hacia el medio que había sido tan hostil durante tantos siglos con
todos nosotros más que una falta de entender las mecánicas de los trabajos y
los días. Hoy que se trabaja desde la perspectiva de subculturas, las variantes
de la cultura agrícola y ganadera en términos de aprovechamiento lúdico del
terreno son múltiples, más las principales son la caza, la pesca y la
recolección —en pueblos sedentarios, lo que era forma de vida se convirtió en
accesorio, incluso en hobby—. |
La caza, como
práctica cinegética, que cumplía la misión de aprovisionar de proteína a los
hogares más escasos y solo era divertimento en las capas más pudientes, hoy
es entretenimiento enraizado en la carne y el alma de los campos. Yo soy el
primero que no la comprendía en mi niñez y juventud. A día de hoy no practico
tampoco la caza ni las más remotas ganas. La única ocasión que tuve de
fulminar un tetrapodo fue matar por error a una rana
con una escopeta de balines. Me reconcomió esa muerte batracia en mi preadolescencia, no les voy a engañar, pero ya les dije
que no estoy adaptado al cien por cien al entorno. Se pueden hacer muchas
disgregaciones sobre utilidades o normalizaciones de la caza, pero el hecho
de que es una actividad recurrente en muchas civilizaciones durante muchos
milenios explica por sí sola su implantación actual. Muchos dirán que eso no
es suficiente para que se permita, pero otros muchos te dirán lo contrario.
Lo mismo ocurre con la pesca, si bien ésta, en muchas ocasiones, al menos en
mi entorno es más respetuosa con los animales, pues es de suelta. La carne de
caza es uno de los manjares que nos proporciona el terreno, eso es innegable.
Intentar aplicar el criterio en boga antiespecista
es desatinado cuanto menos, cuando el ser humano en esos términos y por
adaptación evolutiva ha sido un especista de tomo y
lomo —con pimientos—. Nuestra especie es depredadora a unos niveles que solo
podemos aspirar los humanos (y sus máquinas de matar). Ni fuertes, ni
veloces, ni grandes, ni nada, mindundis, con un par
de disparos de flecha o de mosquete, cuando no trampas sibilinas y arteras o
redes en arroyos, cazamos; muchas veces en la historia hostigando de tal
forma a una especie hasta el punto de provocar su extinción. Así que sí,
somos bastante especistas, utilizando el neologismo
de marras, a un nivel moral que simplemente no se plantea el cazador. Meter
la moralidad en ciertos asuntos tan primarios presenta el problema de comunicación
total que venimos acarreando, y es aquí donde quizás la brecha es más enorme
(sin tener en cuenta la forma de alimentarse que no es que sea harina de otro
costal, pero es transversal a campo, mar, industria, servicios, etc). A diferencia de otras épocas los cazadores y
pescadores actuales tienen su punto de vista puesto en la conservación del
hábitat y sus poblaciones más que nunca, empezando por un egoísmo concreto —
no quieren que se acabe su afición— y también, por qué no decirlo, porque suelen
ser personas que disfrutan mucho del campo. Y hay leyes reguladoras. Y las
leyes han de servir a todos, supongo. A todos los humanos, mucho suponer
también es. Pero los humanos legislando sobre otros animales siempre será,
como dicen estos ecologistas radicales, especismo,
aunque sea para salvarlos de la aniquilación, pues nos da a nosotros la
potestad de salvar o no a conveniencia. Tema peliagudo, como vemos. La
recolección, que también es lesiva en muchos casos, de setas, cardillos,
espárragos, borrajas, verdolagas, etc… está muy extendida y no tiene enemigos
en la ciudad que yo conozca. De hecho, hordas de domingueros ya sean rurales
o urbanos, invaden los bosques de media España en busca de tan gloriosos
manjares. También hay aquí leyes de veda y especies protegidas, pero las
plantas no gozan del mismo prestigio que el animal entre los ultradefensores del bien por el simple hecho de no tener
un sistema nervioso tan desarrollado como los metazoos o bichos, o bien,
porque al poder ser depredados por todos, son la última caca en la pirámide
alimenticia.
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Agro vs Civitas Identificar lo rural con lo
primitivo es un error que podemos cometer todos, tanto si lo abordamos de una
forma idealizada como de una manera discrepante. Y es que muchas veces las
dos concepciones pueden ir de la mano, discrepando con lo actual por una
idealización del primitivismo. Comprender el campo español —yo no conozco
ningún otro ámbito rural— desde la ciudad pasa por aparcar las estupendeces de la posmodernidad y las losas del pasado.
El campesinado —aunque esta palabra suene a muy antiguo— es un complejo
entramado social. Los adelantos llegan a este medio a distintos ritmos, pero
llegan. También hay concienciaciones tanto antiguas como modernas que calan
cada vez más hondo. La conservación y formas de explotación cambian,
evolucionan, se regulan por las leyes a las que aludía antes. Separando el
grano de la paja, buscando siempre el equilibrio entre optimización de
resultados y respeto por el medio natural, podríamos concluir que quizás sea
este sector el menos corrompido por vicios de nuestra civilización. De ahí
que salte la chispa entre los que se creen vanguardia moral cívica y los que
hacen lo que pueden con lo que tienen —hemos dicho ya lo hostil que es el
campo—. Ser cívico —ser de ciudad, valga la redundancia— o ser ciudadano es
lo que nos pone en el mapa de los derechos y deberes de un país. Si todos
somos ciudadanos todo vivimos en ciudades. Y todos somos civilizados —que
etimológicamente también deriva del latin civis,
ciudadado y civitas, ciudad—. Y no es
tan así, claro. Los que viven en pueblos son pueblerinos o villanos o
aldeanos. Es un pequeño lío de términos y los utilizo arteramente, pero tanto
como los que se autodefinen ciudadanos. Pero recuerden siempre que antes todo
esto era campo, y tras el futuro salvaje, también lo será, así que somos de
la civitas por tiempo contado. Las
civilizaciones tienen auges y declives hasta desaparecer para siempre y a los
civilizados humanos, incluso a los que son bárbaros aún a día de hoy les
llegará su San Martín —con permiso de los santos, los cerdos, los carniceros
y matarifes, que nadie se ofenda—. |