Bajando la Cuesta de Martos el aire era fresco,
aunque el sol diera fuerte sobre la calzada. Como muchos días de los últimos
meses iba al Centro de Salud a curarme la herida por enésima vez. Poca gente
había por la calle. Es Primero de Mayo y en domingo adelantado
ha virado el sábado con el rojo color de la festividad y del propio domingo
en el calendario. Algunos
se arremolinaban en la puerta del Lagartillo, a la busca de pan,
como me enteré posteriormente, pero el resto de la calle Ancha permanecía
desierto, con el silencio roto solo por los pájaros omnipresentes ahora y
algún coche. El gran edificio de paredes blancas al que rodeo es el
antiguo Convento de Scala Coeli,
popularmente conocido como “las monjas”, que ha pasado a lo largo del tiempo por
ser el Secretariado (de Caridad), F.P. (Instituto de Formación
Profesional Cristóbal Toledo), Casa de la Juventud, hoy Casa de
la Juventud y Cultura que alberga la Escuela Municipal de Música Joaquín
Villatoro. Todo este rollo para describir una pared grande y blanca con
puertas antiguas y la cruz de una antigua orden coronándola. Ahora mismo no
recuerdo si es la de Calatrava o cual. Antiguamente había una Iglesia que fue
desmantelada hace relativamente poco de la que sólo se conserva la torre.
Pasando por esa paz de pájaros y cal y con la cabeza en busca de una calma
improbable pensé por un momento en los reporteros gráficos asesinados
en Burkina Faso. De ahí he saltado a Thomas Sankara del que apenas conocía nada hasta que el
otro día el Zurdo lo refirió. He pensado en revueltas y en
el documental que he visto a través de la Filmoteca Española en
Vimeo Furia
Libertaria ¡Qué vorágine de mundo! Y entonces pensé en la
celda humilde de cualquier monja o cualquier cartujo. Ese muro que toco con
mis manos fue otrora el dique que contuvo el mundanal ruido del silencio
conventual. Pienso en ese convento de Extramuros donde
la vida pasaba lenta llena de maquinaciones y pobrezas, pero también me
acuerdo del recoleto pasar del tiempo en aquellos monasterios medievales,
donde ora oraban y ora trabajaban y el trabajo de algunos no se diferenciaba
del que yo ahora ando, salvando distancias y tecnologías: hacer un libro. Ese
mundo encerrado, lleno de dolor, ahora con mi pierna renqueante y llagada con
un estigma laico que recuerda lo enfermo que está mi cuerpo, acaso diferente
al fingido por esa monja protagonista de la película de Picazo llevada
a la vida por Mercedes Sampietro acompañada
por su cómplice Carmen Maura, me es bastante próximo ahora. Vivo
en semienclaustramiento en la casa de mis
ancestros, mortificándome con los más nimios motivos y por una lucha interior
bastante penosa, pero bastante más prosaica y cutre que las de elevadas
disquisiciones morales. Uno a los padecimientos, el hambre, está presente,
esa austera sensación casi olvidada en Occidente, pues las dietas y regímenes
aún parecen vigilias y ayunos de viernes de cuaresma. A mí me falta la
oración y la devoción, pero no las asperezas de este valle de lágrimas. Soy
consciente de que esto está quedando deprimentemente teológico y solo falta
que me flagele con un silicio y yo en realidad venía a hablar del gozo del
aislamiento. Dentro de un claustro, ya tenga ciprés o limonero, con el rumor
del agua que corre de una fuente, y con horas pesadas y lentas pero
tranquilas y libres, la paz existe por momentos. Igual que en mi patio
agónico sin más plantas que el verdín ya seco de las paredes y sin más vida
que mi cuerpo gordo en una silla y el gato debajo del tendedero o montado en
un palet destinado al punto limpio. Las moscas y el
medio día. Los gramos de nueces que me tocan en el tentempié que unen el
desayuno con la comida. El dolor de la herida recién curada clama parte de
esa paz, pero si uno se está quieto se está bien, sin demasiados pinchazos.
Hace fresco y las moscas están bastante menos pesadas que ayer. La bilis
negra hace mella, eso sí, pero en la tranquilidad del piar de pájaros y mi
pequeño claustro encajonado por los vecinos y lo que fuera el colegio de
otras monjas —a éstas sí las conocí— es algo ya bueno per sé. Bien es verdad
que si pudiese ingerir una droga para anularme hasta después del verano a lo
mejor la tomaba... Bueno, paro ya, que llevaba tiempo sin escribir tanto y me
estoy quedando con los ojos como puñaladas en un tomate. Me voy al patio, a
la molicie anterior a los pimientos asados con 80 g de huevo duro y 130 g de
atún que tengo hechos desde esta mañana, porque el día comenzó con que yo hoy
comía fuera y fíjense. Cosas de la desidia y el coronavirus que campa por
ahí. 1 Mayo 2021 |
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